La cultura antagónica

Ciudad de México /

Algo de lo más característico en el repertorio de la vida pública en México del siglo pasado era la vigencia de una “cultura antagónica”: un conjunto de signos, prejuicios, sobreentendidos, automatismos, favorables de antemano a cualquier forma de protesta. Era una especie de resorte antiautoritario, derivado del relato estereotipado de la historia patria, que es la historia de las luchas heroicas del pueblo mexicano en contra de formas injustas de autoridad. El esquema se repite, del siglo XV en adelante, hasta el porfiriato, hay siempre un gobierno injusto, tiránico, y una rebelión obviamente justa; sobre todo eso: obviamente justa, porque la cultura antagónica estaba integrada al sentido común.

En las últimas décadas del siglo, la cultura antagónica nutrió todas las expresiones de la oposición, de las caricaturas a los discursos o los lemas en las manifestaciones. Pero en su origen era uno de los recursos básicos para la justificación del régimen revolucionario. El mecanismo era muy simple: se suponía que el gobierno era en realidad el pueblo en armas, puesto que era la revolución. Por eso mismo, el gobierno tenía la autoridad moral de las víctimas porque hablaba en nombre de las víctimas. Y en lógica consecuencia, todos los demás poderes sociales, todas las demás instituciones: iglesias, empresas, partidos, eran “los poderosos”, ocupaban el lugar del Porfiriato, es decir, que eran enemigos del pueblo, y por lo tanto había que mantenerlos a raya. La concentración del poder se justificaba porque el “verdadero poder” era el de los otros.

En algún momento, cuyo emblema es Tlatelolco 68, cambiaron las tornas, y el gobierno revolucionario pasó a ocupar el lugar del porfiriato —un gobierno tiránico, al que era necesario resistir. Siguió vigente la cultura antagónica porque era el único lenguaje común para hablar sobre la política, sólo que se convirtió en el lenguaje de la oposición, y en las manifestaciones volvieron a estar las imágenes de Madero o Zapata, pero contra el gobierno que era eternamente don Porfirio (y todo se nos volvía “tienda de raya”, “guerra de castas” y “¡mátalos en caliente!”). Así vivimos los años de la transición.

Las cosas han vuelto a su cauce. La cultura antagónica tiene más vigencia que nunca, el pueblo es más víctima que nunca, la historia más heroica que nunca. Otra vez el lenguaje de la protesta es el recurso básico de legitimación del régimen. De nuevo el gobierno es el pueblo oprimido, rebelde, y los opresores son los otros, todos los otros. Está justificado de antemano todo lo que haya que hacer para someter a los enemigos del pueblo —y no hace falta ni pedir perdón ni dar explicaciones. El gobierno, y el partido oficial, y sus partidarios, tienen de nuevo la alegre arrogancia de los vencedores, la de Gonzalo N. Santos, pongamos, y la indiscutible autoridad moral de las víctimas, que son víctimas desde hace siglos (para eso sirve la fantasía aztequista). Es el cierre del largo, lento ciclo liberalizador que comenzó con la creación de los diputados de partido en 1963: ¡si la historia se pudiera quedar congelada allí… ! 

Fernando Escalante Gonzalbo

  • Fernando Escalante Gonzalbo
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