Del racismo y sus imaginarios

Ciudad de México /

Cuando se habla de racismo, como ha sucedido en ocasión de la violencia policial, se habla poco de la configuración estética de la sociedad, aunque en otros momentos se ha hecho. En 1921, por ejemplo, durante el centenario de la culminación de la Independencia, el gobierno de Álvaro Obregón, con el patrocinio de El Universal, organizó el concurso “La India Bonita”. Se trataba de un concurso racial para honrar la belleza “auténtica” de México. La ganadora fue María Bibiana Uribe, descendiente de la “raza impetuosa de los aztecas”, por reunir “todas las características de la raza”: morena, ojos negros, pies pequeños, cabello lacio y negro. Aunque para periódicos rivales, María Bibiana ganó por ser mestiza y no por ser “realmente indígena”. 

Algunos ecos de este capítulo se manifiestan en nuestra forma de observar cuerpos y colocarlos en un lugar dentro de la sociedad. Considerar, por ejemplo, a las mujeres primordialmente como seres sexualizados y por lo tanto con una voz pública limitada. O clasificar a las personas por sus rasgos físicos —con gran énfasis en el color de piel — y, a partir de ello, inferir un origen étnico y estatus social. De aquí que comentarios racistas vayan de la mano con expresiones como indio, pobre o naco. Y si bien el movimiento feminista ha impulsado un cambio del lugar tradicional de las mujeres, no ha sucedido lo mismo con el tema del racismo. Es poco probable que las personas que hemos sido víctimas de racismo nos reunamos y salgamos a las calles a denunciarlo, pues en muchos casos sería un proceso personal difícil. Tan sólo habría que imaginar las reacciones si esto sucediera: de resentidos y acomplejados no nos bajarían. 

En México es más difícil politizar el racismo que en Estados Unidos por el pesado mito del mestizaje, que inició en el porfiriato y se consolidó en la posrevolución, aquel que nos enseñó que no había que hablar de razas, porque todos somos iguales, todos somos mexicanos, acallando lo que bien señaló Mauricio Tenorio: “la ideología mestizofílica del Estado posrevolucionario fue un embuste tremendo: ni todos fueron iguales ni se acabaron los problemas de raza”, tan es así que todavía se piensa que las razas humanas existen. 

Por el otro lado, nuestro racismo está tan internalizado que no nos cuestionamos por qué vende más el producto que se anuncia con un bebé güero con ojos azules o por qué el color de piel influye en el nivel de escolaridad y en la división de ocupación laboral (hay más personas morenas como trabajadores artesanales, domésticos, operadores de maquinaria y menos como directores, jefes y profesionistas). De tal forma que emprender una lucha antirracista en México implicaría no sólo un cambio cultural sino también una profunda transformación económica que reste veracidad a los imaginarios de blancura como sinónimo de éxito o belleza.  

Hasta el momento, la lucha contra el racismo se ha dado en espacios y momentos específicos: en las resistencias de pueblos indígenas y afromexicanos, en contextos académicos o en Twitter, cuando cada tanto sale un influencer, político o empresario a negar que en México haya racismo o a afirmar que el racismo inverso existe.  En cambio, poco se ha dicho de la necesaria reestructuración de imaginarios, de la necesidad de pensarnos lejos del mito del mestizaje, silenciador de diferencias, y también de lo “auténticamente mexicano”, exotización de lo normal.

  • Gauri Marín
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