2007 fue el año en que asesinaron a Ernestina Ascencio, un nombre que no debemos olvidar. Originaria de Soledad Atzompa, Veracruz, la señora Ernestina, de 73 años, fue víctima de violación por miembros del ejército mexicano asignados a la Sierra de Zongolica, en el contexto de la guerra contra el crimen organizado de Felipe Calderón. Habían transcurrido diez horas después del ataque cuando sus familiares finalmente pudieron ingresarla a un hospital regional. Sin embargo, por la gravedad de sus lesiones, falleció en la madrugada del 26 de febrero. Funcionarios del hospital, junto con una ginecóloga de la entonces Procuraduría del estado, confirmaron que se trató de un abuso sexual.
El caso trascendió en los medios y el exgobernador de Veracruz, Fidel Herrera, señaló la grave injusticia de la muerte de Ernestina, motivado quizá por la afirmación de los miembros de la procuraduría o por el hecho de que la propia SEDENA había ordenado a la Procuraduría de Justicia Penal Militar la apertura de la investigación por abuso sexual. Pero pronto Fidel Herrera calló y se alineó con lo dictaminado por la CNDH y por lo dicho por Felipe Calderón: Ernestina Ascencio no fue víctima de violación ni falleció por factores externos; en palabras del expresidente (a propósito de una entrevista por sus 100 días de gobierno) se trató de una “gastritis crónica no atendida”. Posteriormente, se hablaría de una anemia aguda “acreditada científicamente”. Fue así como de un día para otro, la procuraduría local acató lo expuesto por Calderón, sancionaron a los funcionarios que hablaron de abuso sexual y se cerró el caso sin ninguna responsabilidad al personal militar.
Han sido 13 años de impunidad, alegatos y recursos interpuestos por parte de la defensa de Ernestina. En esos años cambió el gobierno en lo local y en lo federal, ahora con Cuitláhuac García y López Obrador, cuya administración se ha distinguido por ofrecer actos de disculpa pública a nombre del Estado mexicano por acciones cometidas en sexenios pasados. Quizá, por ello, escandalizó que, en el marco de la revisión del caso por parte de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, representantes del gobierno federal y de la Fiscalía General de Veracruz reafirmaran la versión de 2007: “El Estado considera que no se cometieron violaciones a derechos humanos en el marco de la investigación por la muerte de la señora Ernestina”.
Casi una semana después, en el marco del día de los derechos humanos, el subsecretario Alejandro Encinas se presentó en la mañanera para manifestar que dicha postura era inaceptable y que no representaba la posición del Estado mexicano ni las instrucciones del presidente, generando además un giro distinto en el caso al solicitar que se abriera nuevamente la investigación.
Lo sucedido nos deja ver algunos problemas. Primero, la grave descoordinación entre gobiernos de un mismo proyecto y la fuerza de las inercias burocráticas y mafiosas arraigadas en los sistemas estatales de procuración de justicia. Segundo, el caso de Ernestina Ascencio marcó el inicio de una larga lista de historias en las que se alinearon procuradurías, comisiones de derechos humanos y gobiernos de distintos niveles para salvaguardar la imagen del ejército, vital para la estabilidad política de la narrativa de la guerra. Tercero, el cambio discursivo es profundo, pero tiene obstáculos para realizarse. Con todo, el error y la rectificación en Palacio no son menores, sino un cambio de rumbo, aunque sea en lo simbólico y discursivo.
Y el cambio simbólico importa, igual que el ejercicio público y colectivo de la memoria, de modo que el caso de Ernestina sirve para pensar nuestro país sólo si se circunstancia como uno de los miles en los que se ha documentado la tortura de mujeres y la violencia sexual por parte de policías y fuerzas armadas. Sin esa condición, el mencionado cambio sirve más para apaciguar nuestra mala conciencia que para forjar un orden más digno.