El jueves pasado la calificadora Moody’s sorprendió al anunciar un cambio en su perspectiva crediticia del país, la que pasó de estable a negativa. La sorpresa no fue tanto por el sentido del anuncio como por el hecho de que Moody’s ni siquiera se esperó a conocer el Paquete Económico 2025 que se presentaría al día siguiente. La Secretaría de Hacienda trató de minimizar el efecto negativo de dicha revisión al enfatizar en un comunicado que Moody’s había ratificado el nivel de calificación crediticia del país, lo cual, en sentido estricto, también era cierto.
Sin embargo, mal haríamos en desdeñar o soslayar el aviso de Moody’s. Es bien sabido que las calificadoras pocas veces hacen una reducción directa en la calificación crediticia de los países. Por lo regular, primero cambian su perspectiva y, si después de un tiempo no observan cambios positivos en indicadores económicos, en la conducción económica o en el entorno institucional de un país, proceden entonces a reducir la calificación. En ese sentido, debemos entender que nos encontramos en la antesala de una posible reducción en nuestra calificación crediticia.
¿Sería esto una catástrofe? No necesariamente. El problema con una reducción en la calificación crediticia es que suele encarecer el costo del financiamiento para el gobierno y para las empresas del país. Lo anterior se agrava aún más cuando la reducción en la calificación nos acerca a perder lo que se conoce como el grado de inversión. Este umbral es clave para que muchos inversionistas institucionales importantes puedan invertir o no en una economía. Si perdemos el grado de inversión algunos de estos capitales saldrían del país, lo que encarecería significativamente el costo del financiamiento y podría presionar al tipo de cambio.
Ahora bien, ¿qué tan cerca estamos de perder el grado de inversión? Antes de 2018, el país gozaba de una sólida posición en la calificación crediticia de las tres grandes calificadoras globales: Moody’s, S&P y Fitch. En el caso de Moody’s, estábamos cuatro escalones arriba del grado de inversión, mientras que en las otras dos estábamos tres escalones arriba de dicho umbral. El problema es que tanto Moody’s como Fitch nos han bajado ya en dos ocasiones la calificación desde entonces: Moody’s nos degradó la primera vez en abril de 2020 (en el contexto de la pandemia) y la segunda en julio de 2022, mientras que Fitch nos redujo la calificación primero en junio de 2019 y luego en abril de 2020. Por su parte, S&P nos redujo la calificación una sola ocasión (en marzo de 2020). Esto implica que ahora ya estamos solo dos escalones arriba del grado de inversión con Moody’s y con S&P y solo un escalón arriba en el caso de Fitch.
Estamos hoy, pues, mucho más cerca de perder el grado de inversión de lo que estábamos hace apenas seis años. En las próximas semanas tanto Fitch como S&P podrían anunciar decisiones sobre su perspectiva del país. Si su decisión va en línea con la de Moody’s, esto nos pondría en una situación relativamente delicada. Eliminar los órganos autónomos es la ruta más segura para avanzar en esa dirección. Si no queremos quemarnos, quizá no deberíamos estar jugando con fuego.