Esta es mi última columna del año.
Con la venia de los editores, volveré a este espacio en 2025.
Deseo a todos un buen cierre de 2024 y un gran siguiente año, pero no estoy optimista sobre lo que vendrá.
Asistimos este año a la demolición constitucional de la democracia y de sus instituciones. Prácticamente quedó instalada en nuestro país una dictadura legal.
La democracia mexicana ha sido desmontada con los instrumentos de la democracia. En nombre de la democracia se va estableciendo a marchas forzadas un nuevo orden constitucional, sustantivamente contrario a la división de poderes, la transparencia, los contrapesos institucionales y el respeto a las garantías.
No puede decirse que fuimos sorprendidos por este cambio. Sucedió ante nuestros ojos y fue anunciado día con día desde la tribuna presidencial.
Lo que pasó aquí, además, ha sucedido en otras partes del mundo. Fue leído y anticipado por muchos observadores: la destrucción de la democracia con las armas de la democracia, un proceso visible para muchos, pero no para los electores mayoritarios de las democracias en riesgo.
En México, un caudal mayoritario de votos le dio a los gobernantes el piso necesario para fabricar desde el poder unas mayorías constitucionales que no obtuvieron en las urnas.
Con esas mayorías fabricadas cambiaron en unas semanas la Constitución, desmantelaron el Poder Judicial, reforzaron la prisión preventiva, militarizaron la seguridad pública y acabaron con los órganos autónomos que servían como contrapeso y vigilancia institucional del gobierno.
La maraña de mentiras y sofismas en que vino envuelta esta demolición apenas puede exagerarse. El poder se ha concentrado abrumadoramente, pero el país no ha mejorado. Más bien lo contrario.
Apenas hay algún indicador sano en el horizonte del país que viene: planes de atraer inversiones, mejora del salario mínimo, atisbos de una estrategia digital, mayor activismo en seguridad pública.
Nada que permita augurar un crecimiento pujante, una equidad social de nuevo tipo o una vida democrática plural. Tampoco una sociedad menos violenta, ni una clase política menos corrupta.
Sólo es previsible un gobierno más poderoso, tiránico si le apetece, tocado sin embargo por la incertidumbre de quién manda, si la Presidenta o su antecesor.