En los últimos meses y días la violencia se ha manifestado con saña particular. Es un fenómeno que lleva más de una década alcanzando niveles de extrema gravedad. Por ello, resulta ingenuo esperar que se resuelva de un día para otro. Sin embargo, ahora crece más y más cada día.
Los medios han dado cuenta del deterioro. No voy a repetir los números aquí, pero la conclusión es contundente y desalentadora: lo que va de 2019 presenta indicadores más graves que el mismo periodo en 2018.
En la Ciudad de México existe un alarmante repunte de los secuestros, las extorsiones y los homicidios. Apenas en días pasados, los capitalinos recibieron dos golpes muy arteros y dolorosos. Son los casos de los jóvenes Norberto Ronquillo y Hugo Leonardo Avendaño, quienes fueron cobardemente secuestrados y asesinados.
Y en toda la nación, un día sí y otro también, los medios informan de enfrentamientos, ejecuciones y toda suerte de expresiones de lo que podríamos llamar involución civilizatoria.
Es decir, nuestra realidad social ha perdido el mínimo sentido de orden y civilidad que requiere para mantenerse cohesionada, vivir en paz y sostener sus libertades más fundamentales.
Lo peor es que los recursos del Estado lucen insuficientes, descoordinados y sin plan, sin enfoque conceptual de trabajo: carentes de capacidad para comenzar a generar los resultados que la sociedad exige y el gobierno necesita si quiere hacer algo por el bien público.
Es una emergencia nacional que requiere una respuesta de gran calado. La necesidad de enfrentarla debería propiciar la más amplia voluntad de cooperación y entendimiento: al interior de la sociedad civil y sus organizaciones, entre los gobiernos federal y estatales, entre los poderes constitucionales de la Unión, y en todos los sectores y grupos que componen el conjunto social nacional.
No es el único problema de México y tampoco el origen de todos los males que nos aquejan, pero es el que provoca más desaliento y sufrimientos inmediatos a muchísimos compatriotas. Por consiguiente, el tratamiento sensato de este problema debería de considerarse como el interés supremo del gobierno y la sociedad.
A mi parecer, el asunto debe interpretarse como la expresión de un profundo problema político y social en el más amplio sentido de la palabra, sin que ello signifique que no tiene aristas policiacas, de prevención, logísticas y organizativas. A menos que se piense que la ocurrencia de más de 330 mil muertes violentas en los últimos tres sexenios no constituye un asunto político ni una manifestación de fallas críticas en el funcionamiento de nuestras instituciones y el Estado mexicano.
Desde tiempos de la Antigüedad, el problema de mantener la paz y evitar la arbitrariedad se ha considerado como el asunto más importante de las comunidades humanas. El tema clásico de la filosofía política es cómo vivir sin matarnos, sin caer en los excesos del despotismo, el abuso y la opresión, y cómo favorecer la construcción de una sociedad buena y con seres humanos realizados plenamente.
Aristóteles pensaba que un orden de paz y armonía solo podía conseguirse al interior de la Ciudad-Estado: fuera de sus paredes no hay vida en común, no hay participación de los ciudadanos en la deliberación de los asuntos que les competen como comunidad. Fuera de la ciudad no hay ley y por lo tanto tampoco orden, paz y condiciones para que imperen el bien y la justicia.
El tema recurre en la historia y da pie a diferentes intentos de solución. Para unos, la paz interior se consigue cuando las sociedades comparten valores comunes, formas de vida organizadas en función de creencias similares. Para otros, el orden tiene que ver más con la capacidad del Estado para concentrar los medios de violencia desplegados contra quienes violen las normas de la convivencia pacífica.
Probablemente, fue Thomas Hobbes quien más desarrolló esta tesis. Para él, la circunstancia natural de las sociedades que carecen de un monopolio de la violencia es la de la guerra de todos contra todos. De acuerdo con la visión de Hobbes, en México prevalece un “estado de naturaleza”, una situación en que la convivencia es hostil, no florecen las artes, ni la industria ni la prosperidad, y la vida es corta.
Para salir de esto no hay más que castigar a los violentos y darle fuerza a la ley. De otra suerte, jamás podremos superar tal condición.
Es tan importante esta visión que muchos historiadores y sociólogos consideran que la formación de los estados nacionales se vincula a su capacidad para hacer la guerra.
El problema de construir un Estado, un monopolio de la violencia, es que se alimenta a un monstruo que puede volverse en contra de quienes lo han creado, es decir, los propios ciudadanos. Para evitar eso se requieren contrapesos e instituciones que regulen al mismo Estado y den orden a su acción de dar orden. Eso sólo lo puede hacer una sociedad civil fuerte. Discutir cómo hacer esto es la tarea de hoy.