Liberalismo y socialismo, otra vez

  • Atrevimientos
  • Héctor Raúl Solís Gadea

Jalisco /

Me puse a hojear un texto que estudia las revoluciones europeas de 1848. La época de la burguesía, de Guy Palmade, forma parte de la serie Historia Universal publicada en la década de los setenta por Siglo XXI (tengo entendido que la colección todavía se consigue).

1848 presentó coyunturas críticas en muchos países europeos. Se les conocieron como la Primavera de los Pueblos. Hubo rebeliones populares, asonadas y defenestraciones de gobiernos, ampliaciones de las libertades, reconocimientos de derechos. En fin, todo lo que, en conjunto, podría significar la construcción de una institucionalidad republicana, liberal y democrática, en contra de los regímenes tradicionales –monárquicos, de privilegios concedidos a sectores oligárquicos y sustentados sobre limitaciones censatarias de derechos políticos a ciertas clases de individuos. Pero las coyunturas de cambio que se presentaron no impulsaron reivindicaciones de manera gradual y ordenada, como si las transformaciones estuviesen dirigidas por una “razón histórica” o una “lógica del desarrollo”, que diera ritmo y dirección única a las luchas de las fuerzas políticas.

Como consecuencia de la Revolución francesa de 1789 ya existían algunas formas democráticas de ejercicio del poder y la política. Los ejércitos de Napoleón esparcieron por Europa las semillas de los nuevos tiempos. Los años que van de la última década del siglo XVIII a 1848, fueron un interregno de compromisos: tras el influjo de la Revolución francesa hubo restauraciones monárquicas: en gran medida, dice Palmade, los viejos regímenes soportaron el vendaval revolucionario. Sin embargo, también hubo cambios “hacia adelante”, se inauguraron formas novedosas de participación popular en la vida pública: asambleas, control civil del ejercicio del poder, por no mencionar, para el caso francés, las enormes implicaciones de la ejecución de Luis XVI y su esposa María Antonieta.

A pesar de la restauración que siguió a la derrota de Napoleón, el monarquismo francés nunca pudo recuperar su legitimidad. Ése es el sentido de 1848, la monarquía orleanista cayó y se instauró, otra vez, una república –la segunda-, la cual duraría muy poco. Un nuevo tirano llegado al poder por la vía electoral se convirtió en dictador entre 1851 y 1871: Luis Napoleón Bonaparte, sobrino de Napoleón I, y mejor conocido como Napoleón III. ¿Qué podemos aprender de aquellas gestas? Que los cambios no son tersos y tampoco tienen una dirección clara. Muchas veces, las fuerzas políticas abanderan valores que chocan entre sí: los liberales no digieren la agenda radical de los socialistas, y a estos las reivindicaciones del liberalismo político les parecen insustanciales. La salida suele ser el regreso del pasado, ya sea en forma de restauraciones parciales o, incluso, mediante regímenes abiertamente autoritarios. Nunca deja de haber continuidades del pasado; nunca las rupturas son absolutas. Lo nuevo, en términos absolutos, no existe más que en la imaginación de los utopistas. Hoy, de nueva cuenta, se presentan muchos de los rasgos de las ideologías que jugaron sus cartas en aquellos años: las aspiraciones igualitarias y democráticas aún no cristalizadas, los sueños de los radicales y los románticos de todo tipo. Luego de la debacle liberal que vivimos, todo, otra vez, está en juego. La historia sigue. La razón tiene otra oportunidad. Los errores también.

Más opiniones
MÁS DEL AUTOR

LAS MÁS VISTAS