Una política adecuada de ciencia, tecnología y educación superior es un componente clave del desarrollo de cualquier nación. Sin ser una panacea, tenerla o no tenerla puede hacer la diferencia entre el éxito y el fracaso de los países, entre su incursión en un porvenir deseable o en la condena a la inmovilidad y el regreso a un pasado poblado de rezagos.
Así lo demuestra la historia de muchos países llamados desarrollados. Alemania, por ejemplo, en el siglo XIX, transformó sus universidades de manera ejemplar: las orientó a la investigación y creación de conocimientos. El impresionante desarrollo de esa nación, entre mediados de esa misma centuria y las primeras décadas del siglo XX, se fincó en una integración inédita de innovación cognoscitiva y generación de invenciones en la producción manufacturera.
Hoy, ese círculo virtuoso entre creación de conocimientos y su aplicación a la vida productiva es uno de los principales motores del cambio histórico. Tanto lo es que, muchas veces, trastoca los vínculos sociales “naturales”. En cierto modo, en esto consiste la modernidad: una disposición a cambiar de manera constante: nada, o casi nada, dura para siempre. Y en la base de ese cambio irrefrenable está el desarrollo imparable de la ciencia y sus aplicaciones tecnológicas.
Nunca una explicación de un fenómeno real es absoluta y eterna. Por su condición, la ciencia es una tarea inconclusa, una labor sujeta a corrección constante. Como esto es así en el terreno de las explicaciones de las cosas, también nuestra visión espiritual del ser humano y su sitio en el cosmos sufre un cambio constante. Por eso, las sociedades modernas son inestables: ni sus costumbres ni sus instituciones suelen ser refractarias a los cambios.
Lo mismo ocurre con las invenciones y los dispositivos tecnológicos. Siempre podremos tener aparatos más eficientes y mejor dotados para resolver nuestros problemas. Por consiguiente, los seres humanos estamos sometidos a una necesidad de adaptación a la innovación tecnológica que nunca podremos satisfacer del todo. Estamos condenados a rezagarnos en una carrera cuya dirección desconocemos.
Las economías y los mercados de trabajo padecen las consecuencias de todo esto, ya sea como oportunidades a explorar o como problemas a resolver. Quienes controlan el cambio tecnológico adquieren ventajas competitivas sobre los demás. Los que no pueden innovar se quedan atrás, se convierten en objeto de una suerte de colonialismo tecnológico.
Creo que los gobiernos de los países no pueden evadir la necesidad de diseñar estrategias científicas y tecnológicas. El conocimiento es un factor productivo, un componente que agrega valor a lo que se fabrica, ensambla u organiza. Es, por tanto, una variable de la que, sumada a otras, puede depender el éxito de una economía nacional.
En el momento presente, signado por un afán de cambio profundo impulsado por el gobierno federal, México vive una coyuntura inédita. Entre las comunidades dedicadas a la ciencia se discute el papel que les toca jugar y lo qué debería hacer el gobierno. Entre los sectores gubernamentales se intenta poner la ciencia al servicio de la soberanía nacional y el desarrollo social.
La década de los setenta, con la creación del CONACYT, supuso un hito para la formación de una comunidad científica nacional. También lo ha sido la modernización de las universidades públicas impulsada, de manera clara, a partir de los años ochenta. La apertura de nuestra economía al mundo, y nuestra inserción al espacio mercantil norteamericano, no se acompañó de una política de fortalecimiento científico que nos permitiera ser más competitivos.
Hoy, otra vez, tenemos la oportunidad para relanzar una política científica y tecnológica que sirva de palanca al desarrollo nacional. Y como en muchas cosas de lo público, la palabra clave es la palabra política, entendida como disposición al acuerdo de voluntades para actuar concertadamente en aras de un interés que vaya más allá de ellas mismas.
Junto con una política eficaz de producción y transmisión de conocimientos, formación de recursos humanos y construcción de infraestructura científica, es necesario llegar a acuerdos entre el sector científico y educativo y el sector empresarial y social. De poco sirve tener investigadores aislados y que sus resultados no se apliquen en la solución de problemas públicos, o que no se incorporen en la producción de invenciones y servicios que aprovechen oportunidades económicas.
La ciencia, la cultura, las humanidades son bienes públicos. Se deben cultivar por lo que representan en sí mismos, porque enriquecen nuestras vidas y ensanchan nuestras oportunidades de todo tipo. Pero también se tienen que poner al servicio de los demás, de nuestras comunidades y sus aspiraciones a una vida mejor. No hay contradicción en esto. La clave es entendernos y remar hacia el mismo puerto.