Las cifras de la violencia desbocada que se presenta en México no sólo son la manifestación de la debilidad de las instituciones policiacas o una muestra de la incapacidad del Estado mexicano para dar eficacia a las leyes que regulan las conductas. Son eso, pero también algo más.
A final de cuentas, la violencia, la impunidad, la descomposición social y el auge de la criminalidad son aspectos relacionados. Expresan el agotamiento de un conjunto de elementos:
De la economía, que no genera empleos, expectativas de progreso y bienestar en la medida suficiente; del sistema judicial, que deja impunes a más del 95 por ciento de los delitos cometidos; de la cultura y la educación, que no comprometen a las personas con valores solidarios y de respeto; de la política, que no promueve la cohesión de partidos y representantes populares en torno a objetivos nacionales de valor general y público.
En medio de estas fallas fundamentales, la sociedad ha reaccionado y desde hace varios años ha respondido con acciones colectivas de diversa índole: desde los grupos que luchan por los derechos humanos y que denuncian desapariciones forzadas, por ejemplo, hasta los que exigen procesos de paz con justicia y dignidad, así como una acción gubernamental eficaz.
Sin embargo, estas acciones singuen sin dar los frutos que hacen falta. Los esfuerzos –tanto de la sociedad, como del gobierno—han carecido de la contundencia y la determinación necesarias, y también de la inteligencia y la concentración de esfuerzos para revertir la situación.
A lo largo de los últimos doce años, por lo menos, el Estado ha lucido insuficiente, sin plan organizado y sin enfoque conceptual de trabajo.
Por su parte, mirada de conjunto --es decir, sin considerar a algunos grupos muy conscientes y solidarios-- la sociedad civil luce más bien incivil: los individuos se preocupan, pero no actúan de concierto, unidos, consistentes y firmes, para enfrentar el problema. Parece que no asumimos que vivimos una guerra, o por lo menos una serie de conflictos que, entre 2001 y 2018, han provocado la muerte violenta de más de 330 mil personas.
Tenemos una emergencia nacional. La necesidad de enfrentarla debe propiciar la más amplia voluntad de cooperación y entendimiento: al interior de la sociedad civil y sus organizaciones, entre los gobiernos federal y de los estados, por parte de los poderes constitucionales de la Unión. Todo bajo el liderazgo moral y conducción estratégica del gobierno de la República.
Siendo éste el problema que provoca más desaliento y sufrimientos a los mexicanos, su tratamiento, sensato y coherente, debería asumirse como el interés supremo del gobierno y de la sociedad. Lo increíble es que aún no hemos llegado al punto de inflexión que permita suponer que todas las organizaciones, movimientos, partidos e instituciones nacionales caminarán en la misma dirección.
Ahora bien, el problema tiene riesgos. Es pertinente preguntarnos si puede la sociedad mexicana soportar los niveles de violencia a los que está sometida sin que su democracia se vea socavada. La salida a esta situación, ¿implicará la “creación” de un gobierno despótico o se podrán generar mecanismos democráticos de cohesión para recuperar la paz? Mientras más tiempo se demore la solución del problema de la violencia, más riesgo se corre de que el desenlace conduzca a un régimen con rasgos dictatoriales.
La transición a la democracia fue un esfuerzo de la sociedad para construir un andamiaje institucional que permitiera mantener la paz social y la concordia política en un marco de libertades. Pero el esfuerzo, si bien tuvo relativo éxito durante un cierto tiempo, no ha terminado de llegar a buen puerto. Como ha sido reconocido por autores como José Woldenberg: nuestra democracia fue incapaz de generar un mínimo de cohesión social.
El Estado fue capturado por la criminalidad, el fraude y la corrupción, así como por un capitalismo escasamente virtuoso que trajo una exclusión social inmanejable. Por consiguiente, el Estado ha sido incapaz de propiciar –en la sociedad en general-- un comportamiento respetuoso de la ley, la equidad, el juego limpio y el respeto a los derechos. De ahí que tampoco ha sido capaz de mantener un mínimo de armonía social.
Por su parte, han fracasado las fuerzas que procuran hacer valer las leyes y volver más virtuosas las costumbres. Tampoco han podido hacer plenamente vigentes las libertades y más evidente la igualdad de los ciudadanos. A este campo pertenecen los esfuerzos de la sociedad civil por construir una cultura de paz, respeto y dignidad. ¿Serán estas fuerzas capaces de orientar el cambio político contemporáneo de México y jugar el papel que les toca en la creación de un nuevo orden institucional? Tal es la prioridad a la que todos debemos contribuir.