Luis M. Morales
En la emotiva novela autobiográfica El olvido que seremos, Héctor Abad Faciolince lanza la pregunta: “¿Cuántas personas podrán decir que tuvieron el padre que quisieran tener si volvieran a nacer?”. Sin vacilar, el colombiano responde de inmediato: “Yo lo podría decir”.
Yo también podría aclamarlo y reiterarlo al infinito una y mil veces. Pero en este mundo en el que nuestra vida es trazar camino y los padres son el entorno, no todos tienen la suerte de contar con una figura paterna que ayude en ese recorrido de existencia.
Al ser el ámbito circundante de nuestra ruta, son determinantes para nuestros pasos, para que ese trayecto sea más ligero y agradable o bien, nos desvíe hacia el abismo.
En Otras voces, otros ámbitos, Capote escribe: “¿Qué son casi todas las vidas sino una serie de episodios incompletos?”
De alguna manera Jean-Baptiste Del Amo (1981) retoma esa interrogante en su extraordinaria novela El hijo del hombre (Seix Barral-Planeta) para recordarnos que muchas veces las vidas además de incompletas, están rotas, heridas y secas.
Del Amo habla de hijos, de padres, de abuelos y de madres; de ausencias deseables y de presencias que reparan y arropan como de aquellas que laceran y destruyen.
Su escritura describe en detalle a la naturaleza, al bosque que esconde y aísla a una familia intentando serlo: un padre de regreso, una madre desconcertada y un pequeño de nueve años superviviente de esa ausencia y en una cotidianidad ya resuelta con la figura materna.
Mucha impotencia
El padre es un extraño que busca restaurar esos episodios rotos, recomponerse a sí mismo; la madre arrastra heridas sentimentales y en la autoestima (“tomé su ira, su violencia y su avidez por pasión”), entre la apatía y la depresión; y el niño va absorbiendo apenas la vida, esa que tendría que ser promesa de porvenir y armonía.
Pero no lo es tanto cuando las heridas, los vacíos y el dolor, se heredan; cuando generación a generación, la estafeta incluye rencores y autodestrucción.
El hijo del hombre es una historia cruda, feroz, un grito de soledades acompañadas, dolores cruentos y de impotencia, mucha impotencia; una novela que atrapa al lector por su terror psicológico, una denuncia de los desequilibrios machistas y un thriller alimentado por esa barbarie tan bien descrita por Del Amo en varias escenas escalofriantes no por lo visto, sino por lo oculto y lo sobrentendido.
Desde las primeras páginas la historia juega con nuestra tensión y nuestra atención, las va estirando hasta un punto donde el lector sabe que va a suceder algo abrupto, detonador implacable y, sin embargo, Del Amo no lo suelta sino hasta el momento justo.
Y entonces estalla todo: rabia, miedos, desolación, abandonos y resentimientos.
Para el padre, el corazón tiene una herida abierta que “nunca se colma, nunca se cura” y el amor “nos infecta”.
Y ante esa llaga, grita callando: “El silencio del padre está, en verdad, lleno de palabras, habitado por una voz procedente de sus profundidades”.
Por eso busca reparar, afianzar la esperanza y reconstruir, alejarse del padre –el abuelo del niño– y modificar la senda heredada de odios y sinrazones ajenos.
Pero las inercias, los atavismos y los pesares no mitigados, confunden reflejos de rostros en el espejo ancestral, el de la continuidad de la estirpe: el de las fieras y el de sus vástagos.
Ahí está la clave: “En el sueño del padre, el abuelo acumula piedras de una ruina que se empeña en edificar” en medio de esa nada incrustada en el verdor de la montaña.
El novelista francés, sin embargo, marca una gran diferencia entre el bosque con sus habitantes, y los extraños, los ajenos, los humanos, porque Del Amo escribe en El hijo del hombre una apología a la naturaleza y a su equilibrio de vida.
La gran bestia es el humano, no el animal habitante de esas tierras silvestres. La crueldad la invoca y la impone el hombre entre los suyos, así mismo y al entorno.
Por eso, Jean-Baptiste nos presenta unos abedules masacrados “supurando su savia por todas esas heridas” en “un llanto doloroso”, como consecuencia de una ira descargada a través de hachazos.
En algún momento, la madre le dice al niño ante la mar de dudas infantiles: “Hay cosas que un crío de nueve años es incapaz de entender”.
Sí, ante las discordancias de los adultos, el alma del niño navega a la deriva sin comprender ese mundo al que está destinado, sino sucede algo funesto, a pertenecer; mientras tanto es una esponja que absorbe todo lo visto y escuchado de esa congoja paralela de los padres.
Tarde o temprano, advierte Jean-Baptiste Del Amo, terminará por reventarle.
Horacio Besson