Luis M. Morales
Leer El infinito en un junco es emprender un viaje profundo en el que Irene Vallejo se encarga de portar una lámpara para iluminar y mostrar ese camino de inteligencia y elocuencia que la humanidad ha trazado y recorrido a través de la palabra escrita durante siglos.
Y ahora, en momentos de una oscuridad esparcida por la polarización, las guerras, el exceso de datos desechables e insulsos que atrofian conocimiento y sabiduría, y por las evasiones y las superficialidades del caos cotidiano, Vallejo enciende ese espacio/tiempo en el que la razón, la sapiencia y la imaginación han labrado a nuestra civilización.
Un libro que honra al libro. Unas páginas que se vuelven navío para recorrer el caudal histórico de la palabra escrita desde sus primeros trazos en piedra, madera, papiro y pergamino hasta el papel y la pantalla de nuestro tiempo.
De eso va El infinito en un junco: de los libros, desde El Nilo y el Mediterráneo hasta su existencia en cada rincón del planeta y del ciberespacio; de su desarrollo, resguardo, libertades, destrucciones y evoluciones hasta llegar al mundo de las editoriales, bibliotecas y librerías; que lo mismo implica a una gigantesca industria, a una alianza de ideas como a esas miles de voces que no se callan ante las injusticias y la censura.
Porque en sus páginas se le rinde tributo a la palabra, a la escritura, a los hombres y a las mujeres (anónimos, reconocidos, olvidados, eternos) que han dejado en tinta pensamiento, reflexión y sentimiento, a los guardianes y “multiplicadores” de los libros, y a los lectores que al posar su mirada en el papel entablan un diálogo intemporal y cercano con el autor, sin importar si goza ya de la paz de los sepulcros o está rebosante de vida, si vive a la vuelta de la esquina o en la lejanía, si habla su propia lengua o una por demás incomprensible.
Por la letra heridos
Dicen que cuando se tienen grandes pasiones, uno puede resultar herido. Por eso se habla de “mal de amores”. Por eso se nos advierte sobre caer al abismo de los excesos; los gustos por la comida, la bebida y los placeres carnales pueden cobrar caro no solo para la salud sino para el alma. Ya se sabe: la gula y la lujuria traen garantizados el castigo divino.
También los gozos por la lectura pueden lastimar. Existe una palabra, “letraherido”, que a decir de la RAE, se utiliza para definir a los que sienten “una pasión extremada por la literatura”.
De eso padecía un tal Alonso Quijano hace más de cuatro siglos.
Sin embargo, para los millones de letraheridos que deambulamos por el planeta, no hay consecuencias funestas salvo para alguno que otro Quijote contemporáneo: ni desamor ni desasosiego como en las rupturas sentimentales, ni excedentes de grasa y azúcares en el cuerpo, ni bichos habitando en las “partes pudendas” (y tampoco el fuego de la cantaleta moralina del cristianismo).
Por el contrario, “los libros y la lectura, las palabras en general, son parte de la salud del mundo, junto con la medicina y la ciencia”, nos recuerda Irene en una entrevista con El País.
Lo deja muy claro: los libros nos anclan y nos afianzan en la vida.
Luces y sonidos
Irene ama lo que hace, lo honra y lo esparce. La filología deja de ser una profesión “extraña”, “rara”, ajena para el común de los mortales y se vuelve cercana, emotiva y luminosa.
Al publicar El infinito en un junco, Irene se ha unido a esa legión de centinelas que ha protegido el inconmensurable mundo de los libros a través de los siglos.
Se suma a esa parte de la humanidad que, agradecida por su sacrificio, retribuye al libro-Prometeo, dador de la luz del conocimiento, protegiéndolo no de las vengativas deidades, sino de los iracundos censores de carne y hueso (dictadores, fanáticos, caciques, iluminados, líderes políticos y religiosos) que buscan amortajar y enterrar a la palabra escrita.
Porque, al final, el libro, con sus luces y sonidos, es esa voz enraizada en lo más profundo de la dignidad humana, es el clamor que implora al presente no olvidar legados ni lecciones, victorias y fracasos de nuestro paso por la Tierra.
Es cruzar un puente para concordar (“unir de corazón”) culturas y generaciones.
Irene lo dice: leer enseña “a los ojos a escuchar”.
El libro es la interacción de tiempos, espacios, personajes, circunstancias, hechos, realidades, conceptos, teorías, explicaciones, fantasías, batallas y sentimientos donde aquel que se adentre a sus páginas, encontrará ese espíritu/respiro para no caer en el letargo, alimentar su entendimiento e iluminar su propio paso por la vida.
Quizá, entonces, el lector al perpetuarse por instantes, se espabile y entienda la finitud de su existencia.
Horacio Besson