¿Así o más claro?

  • Columna de Inés Sáenz
  • Inés Sáenz

Ciudad de México /

Aprovecho este espacio para embarcarme en una rendición de cuentas personal, un examen de conciencia en parte honesto, en parte limitado y autoindulgente.

Lo declaro: como carne.

Me gusta la res poco hecha, el cabrito al horno, el pollo en achiote o rostizado, el cerdo en mole negro, una buena torta de lechón, y el pescado en todas sus variantes. Ese hábito me fue inculcado desde que me salieron los dientes. Es un gusto aprendido que me ha acompañado toda la vida, sin cuestionamientos. Ha sido parte de mi educación, un elemento esencial de mi vida social, la reacción inmediata a la tristeza: vamos por unos tacos, pidamos una hamburguesa, vengan a una carne asada.

Me atrevería a decir que comer carne es parte de mi historia familiar, y reconozco que es una costumbre que —sin decir una palabra— hemos heredado a nuestras hijas. Hace unos años se nos ocurrió un proyecto de regalo navideño que sería útil para las diferentes generaciones, una especie de memoria para tener a la mano una parte importante de ese legado intangible, que es la costumbre de comer, cierta sazón, algunos guisos preferidos por los jóvenes y adultos de nuestra pequeña comunidad. Juntamos todas las recetas de mi suegra, nos organizamos para recoger nuestra historia culinaria, y la convertimos en un libro práctico. Tratamos de incluir en el proyecto no solo las indicaciones precisas de cómo escoger los alimentos, hornear o freír, sino también algunas expresiones de la matrona de la casa, pues queríamos que sus instrucciones conservaran su calor. Los sobrinos más jóvenes quieren una segunda versión que considere recetas más simples y adecuadas a su vida ajetreada. La carne no ha sido una objeción.

Hoy, de regreso a Monterrey, después de doce años de ausencia, puedo olfatear de inmediato aquello que permanecía inadvertido cuando aquí vivía: el olor evocador del carbón encendido, de las brasas listas que nos recuerdan el merecido descanso, el paréntesis del tiempo libre, la amistad o la familia. Confieso que en los años de andanzas, nuestra manera de comer se modificó en algunos aspectos, pero fuera lo que fuera, en mayor o menor proporción, el platillo animal aderezado seguía siendo un acompañante permanente. Planear menús ha significado componer un universo en el que vegetales, arroces o salsas giran alrededor del rey sol. Esta estructura de nuestro mundo alimenticio permanece inmutable.

Hasta aquí la historia romántica, la fantasía construida. La realidad es otra, tristemente.

A lo largo de estos meses de confinamiento, e inspirada por las reflexiones del filósofo Bruno Latoour, he tenido la oportunidad de hacerme preguntas. ¿Qué desearía que permaneciera y qué me gustaría que cambiara o que no volviera más? Como ciudadana, ¿tengo la capacidad de decidir qué quiero que continúe y qué quiero que pare? He meditado con seriedad las respuestas. La lista en torno a lo indeseable es grande: reducir el uso del automóvil; promover y fomentar el uso de transporte público; reciclar la basura; cambiar nuestros patrones de consumo, ralentizar nuestro ajetreo turístico; repensar las ciudades para hacerlas más propicias a la convivencia; apostar a la producción local; poner nuestro empeño por reducir la inequidad y reducir la brecha digital. Esto es importante y debe estar en nuestra agenda.

En el relato de mi propia historia y en la lista de los buenos deseos se permea algo que era difícil de aceptar y que hoy percibo con claridad: una voluntad de no saber, o de no entender.

Los científicos han repetido hasta el cansancio un solo mantra: dejar de comer carne animal o, al menos, reducir una buena parte de su consumo, es la apuesta con el mayor impacto para reducir el cambio climático.

El profesor Johan Rockstörm, del Instituto de Investigación sobre el Impacto Climático en Postdam, lo resume en un dilema: “hacer más verde el sector alimentos, o comernos nuestro planeta. Ése es nuestro menú de hoy.”

¿Así o más claro? 

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