El coqueto de algunas formaciones políticas de derecha con los regímenes autoritarios que fueron la antesala de la Segunda Guerra Mundial siempre ha estado presente en Europa, sin embargo, en otro tiempo esas inclinaciones se disimulaban. Hoy ya no hay pudor al respecto. Lo mismo da que una Georgia Meloni en Italia presuma sus vínculos ideológicos con Mussolini que la AfD muestre sin empacho sus simpatías por el nacionalsocialismo alemán de la centuria pasada.
Este es el escenario al que se enfrentan los germanos con el triunfo del ultraconservador Alternativa para Alemania (AfD), tras sus buenos resultados electorales en Sajonia y Turingia, dos regiones de la Alemania oriental que han padecido un histórico rezago económico e industrial. En la segunda, el partido Nazi vivió el imparable ascenso que lo llevaría al poder de la mano de Adolfo Hitler.
Es cierto que este triunfo no les permitirá gobernar y esto se debe a dos razones: no son mayoría y ningún partido puede pactar con la extrema derecha en Alemania, por ahora. Y aquí está el fiel de la balanza no solo para los alemanes, sino para el resto de Europa, que vive una inexplicable resurrección de liderazgos y plataformas políticas que abiertamente retoman postulados e idea del fascistas y autoritarias. Una peligrosa vertiente antidemocrática recorre a ese continente y amenaza con dilapidar todos los esfuerzos, perfectibles desde luego, por lograr una sociedad europea abierta, plural, multicultural y más democrática.
Como lo mencioné, tanto en Alemania como en muchos otros países de la Unión Europea está prohibido pactar con la extrema derecha, pero esto no es del todo preciso si lo confrontamos con la realidad. Aquí el deber ser se toma con pared con el ser y entonces muchos partidos sí que pactan con los ultras de derecha. El peligro de que estas formaciones políticas sigan acaparando posiciones de poder y sobre todo, legitimidad, es más que obvio y debería alertar a cualquiera que se asume como demócrata.
Aquí no se trata de impedir o limitar las libertades de otros, aquí estamos hablando de grupos extremistas enemigos de la democracia y antiderechos que impulsados por un discurso fincado en el miedo y el odio, pretenden abolir todas esas conquistas que tanto le han costado a las sociedades occidentales en términos de equidad, derechos y libertad.
Es cierto que las democracias liberales son muy imperfectas, que en muchos sentidos han quedado a deber y que hay varias asignaturas pendientes que se niegan a resolver, pero la alternativa que están ofreciendo las ultraderechas, no solo en Europa sino en el resto de Occidente -Argentina, USA y Brasil son ejemplos americanos- es una medicina que agravará a la enfermedad.
Estas formaciones extremas han capturado muchas de las luchas de la izquierda -que vive en un lamentable pasmo ante este fenómeno- y las han torcido y manipulado para dirigir hacía ellas mismas el descontento popular de un electorado que se siente desplazado por una élite política y económica indiferente. Vaya ironía la de nuestro tiempo.
Es un triste síntoma el hecho de que, mientras más distanciados estamos de un suceso en tiempo y espacio, más fácil es olvidarlo o no conectar con él. Parece que eso está pasando con el terrible legado de los autoritarismos del siglo XX. Estamos olvidando cómo lograron tener o arrebatar el poder, por qué, y sobre todo, las consecuencias del ejercicio de ese poder, que fueron letales para millones de personas.
En verdad, ¿queremos volver a eso?