“Hoy hablamos de manera burguesa y monótona. No decimos nada de forma directa”. El pintor Francis Bacon dijo esto en una entrevista que le hicieron en 1989, a propósito de la crudeza con la que se describen los hechos en la tragedia griega. El entrevistador le pregunta, a él cuya obra está llena de imágenes descarnadas, si cree que las palabras de Esquilo son más poderosas que las imágenes, y Bacon responde: “no necesariamente, pero así es con bastante frecuencia”.
El diagnóstico del pintor, que leí en la fastuosa exposición que hoy tiene en Londres (Human Presence, en la National Portrait Gallery) resuena con especial ojeriza en este siglo XXI en el que la palabra ha sido velada por la corrección política y, del otro lado, por el miedo a la cancelación.
Bacon era un entusiasta de La Orestiada, esa obra fabulosa de Esquilo, que decodifica para nosotros todas las pasiones humanas y que está escrita sin velos, llena de párrafos violentos y de situaciones salvajes que son, y quizá por esto nos parecen tan descarnadas, íntimamente nuestras: rasgos irrenunciables de nuestra especie, por más que la corrección ambiental nos invite a obviarlos. También somos así de crueles, por civilizados que nos creamos, sugiere Esquilo, y enseguida nos sacude con unas líneas de hermosa barbarie: “La sangre, salpicándome/me alegraba lo mismo que el rocío alegra el seno de la rosa que fecunda” (dice Clitemnestra, después de matar a su marido).
La Orestiada empieza con una escena que tiene que ver con las guerras de nuestro siglo, con la de Ucrania, que podría estar a punto de acabar: si los Aqueos ganan la guerra de Troya encenderán una cadena de hogueras. El atalaya espera, durante mucho tiempo, esas hogueras, las espera “como desea el navegante el lucero de la mañana”. Pero un día, al inicio de la historia que nos cuenta Esquilo, se pregunta, “¿y no será mejor la noche con su silencio y su agujero negro sobre el vacío?” Y sigue con otra pregunta, rigurosamente extrapolable a nuestro tiempo: “La hoguera que nos diga que acabó la guerra de Troya, ¿anunciará el principio de otros males?