El padre de Dalí bebía un aperitivo en el salón de su notaría, acompañado por la crema y nata del pueblo, cuando el pequeño Salvador abrió el cajón de un archivero, se trepó encima del mueble y se puso en cuclillas para, desde una altura generosa, soltar un cagarro largo y tibio que fue a caer, a la vista de todos, sobre un montón de actas notariales.
De aquel niño cagón salió un pintor turbulento que un buen día se deslumbró con las ideas de Francesc Pujols, el filósofo barcelonés que fue su padre espiritual. Basta mirar una foto de Pujols para darse cuenta de dónde vienen las poses de Dalí, su greña loca, sus desplantes pomposos y sus bigotes con puntas engominadas.
El objetivo filosófico de Pujols era fundar una creencia sólida que diera batalla al catolicismo, buscaba un entramado acristiano que le permitiera al hombre alejarse de los miedos divinos que lo atormentan y no lo dejan vivir.
Un día Dalí gritó en Nueva York, frente a una media luna de periodistas que lo incordiaba con toda clase de preguntas: “Francesc Pujols, a quién nadie conoce, es el más grande filósofo de nuestros tiempos”.
Pujols era una estrella barcelonesa que a principios del siglo pasado polemizaba sobre asuntos filosóficos y destacaba como poeta, pero sobre todo como gentleman, siempre de bastón y sombrero y mirando con desprecio a quien sostenía sin estilo su copa o su vaso. A Salvador Dalí le regaló la idea de convertirse en un personaje de sí mismo y de fundamentar su obra pictórica en elementos de la imaginería catalana como el pan, los cajones y las hormigas.
Francesc Pujols pasó sus últimos años recluido en una torre, dándole vueltas a sus ideas, alejado del mundo que no había sabido comprenderlo. El 15 de mayo de 1956, Dalí vio por última vez a Pujols, lo visitó en su oscuro habitáculo. Hay una foto de aquel día: Dalí sujeta del brazo a su padre espiritual, tiene un gesto de niño, de alumno, de gente que sabe que se lo debe todo a su maestro.