“Nos envuelve por doquier la nube del combate”.
Esta sentencia, que podría suscribir hoy cualquier ciudadano, es un verso de Ilíada, la historia fundacional de la literatura de Occidente que además irradia en nosotros, desde aquellos lejanos tiempos, muchos elementos de los que seguimos echando mano para entender el mundo que nos rodea.
En esta historia, que Homero escribió ochocientos años antes de nuestra era, queda establecida, por primera vez y por escrito, nuestra relación con la divinidad, las sinergias entre hombres y mujeres, el concepto de paternidad (el de maternidad ya venía de origen) y, por citar otro elemento, el canon de belleza occidental, la predilección por las personas rubias, que en este poema épico son siempre las mejores.
Durante muchos siglos los alumnos de las escuelas griegas se educaron con esta historia, ahí aprendieron una serie de conceptos y valores que llegan hasta nuestros días. Si no me creen lean Ilíada: encuéntrense ustedes mismos.
Esta historia también nos ha enseñado, desde hace dos mil ochocientos años, a mirar con horror, pero también con morbo y fascinación, las guerras que, como escenas de Ilíada, vemos desde siempre en otras historias, escritas, en películas, en series, en redes sociales y en noticiarios de televisión.
“Nos envuelve por doquier la nube del combate”, miren ustedes: “y lo hirió en la cabeza, en la zona de la nuca, con la aguda lanza. El bronce pasó recto por las muelas y cortó de raíz la lengua” (Canto V). “Le golpeó en pleno cuello abalanzándose con la espada y le cortó los dos tendones. Aún emitía sonidos cuando su cabeza rodó por el polvo” (Canto X).
Y sobre la crueldad del vencedor: “¡Ojalá ninguno escape del abismo de la ruina ni de nuestras manos, ni siquiera aquel al que en el vientre lleva su madre ni aquel que huye!¡Que a la vez todos los de Ilión queden exterminados sin exequias y sin dejar traza! (Canto VI)”.
O lo que le dice Aquiles a Héctor cuando está a punto de matarlo, desoyendo la súplica de que entregue su cadáver a su familia: “Los perros y las aves de rapiña se repartirán entero tu cuerpo” (Canto XXII).