Cuando era niño tenía un radio que captaba frecuencias de onda corta, estaciones de radio peregrinas que emitían desde distintos países. Todas las noches, en mi cama en la Ciudad de México, escuchaba programas que llegaban de Alaska, de París o Berlín o Buenos Aires, y la sensación que tenía era la de que, desde que ponía la cabeza en la almohada hasta que me quedaba dormido, me embarcaba en un viaje apasionante por el mundo.
Lo primero que hacía, hasta hace no mucho, al llegar a cualquier ciudad era prender el radio, que llevaba siempre en la maleta, y dar vueltas por el cuadrante; no hay mejor forma de tomarle el pulso a un lugar, de hacerse una idea de la vida que se vive ahí.
Con la irrupción de las apps, la mudanza de la radio al teléfono y la caída en desuso de las estaciones de onda corta, el panorama ha cambiado radicalmente. En mi casa, que está en Barcelona, voy de una app a otra como si estuviera dándole vueltas al dial; oigo la ecléctica FIP, que transmite desde París una deliciosa programación musical que va de la cumbia al canto operístico, pasando por el jazz, el pop y la chanson française. Durante el día voy poniendo WQXR, que transmite música clásica desde Manhattan, con un elegante locutor que anuncia las canciones y dice la temperatura que hace en Central Park, o la que oigo la mayor parte del tiempo (ahora mismo la estoy oyendo mientras escribo estas líneas), que es Klara, una impecable estación belga, con locutores en flamenco (una lengua que me encanta porque no la entiendo), que transmite música clásica en un generoso espectro que va de Bach a Ludovico Einaudi. Otra de mis favoritas es Jazz FM91, de Toronto, que oigo sólo durante sus transmisiones nocturnas, cuando es la mañana en Barcelona, porque durante el día canadiense ponen demasiados anuncios.
Oír la radio de otros países es hoy una simpleza, pero a mí sigue pareciéndome un acto extraordinario, quizá porque me pone en contacto con ese niño que viajaba por el mundo sin moverse de su cama.