Por primera vez en la historia reciente del país, el último mes de gobierno del presidente saliente generó de forma premeditada una turbulencia política que marcará al gobierno entrante.
Algo extraño, tomando en cuenta que es también la primera vez en los últimos 30 años en la que los deseos sucesorios del presidente saliente se han consumado.
¿Qué llevó al ex presidente López Obrador a provocar la turbulencia que marcará el inicio de gobierno de la primera presidenta de México? Propongo tres claves para entenderlo:
La clave histórica:
La trascendencia histórica es la principal obsesión del ex presidente. López Obrador tiene una afición literaria a la historia y ha forjado su entendimiento del mundo y de México a partir de esas lecturas. Sabe que las tasas de crecimiento económico y el gasto de inversión de un gobierno se olvidan, y que la memoria colectiva omite la cobertura de salud o las evaluaciones educativas alcanzadas en un sexenio.
El ex presidente sabe por qué, siendo un político de grandes dimensiones, Plutarco Elías Calles es recordado en un plano muy secundario y con un tufo de repudio, frente al legado cardenista. Los cambios constitucionales son su último esfuerzo por darle estatura histórica a su “cuarta transformación”.
Por intentar colocar su legado a la altura del de la Independencia, la Reforma y la Revolución, ahora con cambios jurídicos profundos. Si las primeras tres transformaciones de la vida pública de México resultaron en las Constituciones de 1824, 1857 y 1917, él apostó por “democratizar” al Poder Judicial para colocarse en esa dimensión.
Sin embargo, lo precipitado de su movimiento, la falta de honestidad intelectual entre quienes impulsaron esta reforma a partir de vendettas personales y el pobre entendimiento de la división de poderes podrían tener el efecto contrario: la Reforma al Poder Judicial será recordada como una traición a lo consagrado en el texto constitucional de 1824.
La clave sucesoria:
El ex presidente eligió a su sucesora por muchas razones, pero una fue fundamental: era, para él, la menos “moderada” entre sus opciones reales, la menos “priísta” en forma y fondo, y la menos complaciente con sus críticos y adversarios de los poderes fácticos.
Sin embargo, sabe que la personalidad de Claudia Sheinbaum es distinta a la de él. También sus prioridades. “El segundo piso de la transformación” es más una promesa de eficiencia y gestión en el gobierno, que un augurio de doblar la apuesta hegemónica del “humanismo mexicano”, que es a su vez, en su lógica, heredero del “nacionalismo revolucionario”.
Para López Obrador, un último impulso de “radicalización” era necesario, porque siempre ha estado convencido de que quien viniera detrás de él “se movería al centro”. El problema de lo que hizo es que no fue suficientemente consciente del dilema que enfrentará a lo largo de su gobierno la Presidenta: en lugar de generarle un espacio para correr sus propios riesgos, con sus prioridades, será juzgada permanentemente por la defensa o deslinde que tenga con las apuestas obradoristas.
La clave del conjuro
No es casualidad que el ex presidente haya cerrado su sexenio con dos reformas que colocan en el centro a los protagonistas de dos poderes que han impedido consolidarse a proyectos políticos nacionalistas: las Fuerzas Armadas y el Poder Judicial.
Tanto en nuestra propia historia, como en ejemplos recientes de América Latina, estos dos factores de poder han jugado un papel relevante. La revuelta judicial contra Lula Da Silva en Brasil y la insurrección militar contra Evo Morales en Bolivia eran fantasmas que habitaron a López Obrador y su entorno en los últimos meses.
La torpeza política de la presidenta de la Suprema Corte y la infamia política de una casta de mercenarios que fue inmejorablemente ejemplificada con la estampa de Miguel Ángel Yunes sumándose a las filas de Morena, le permitieron sellar una alianza de complicidad con un factor de poder y colocar a cientos de jueces frente a la amenaza permanente de esa guillotina que será el tribunal de disciplina judicial.
El grave problema es que la naturaleza política de la mal llamada reforma judicial y de la militarización de la Guardia Nacional son también su propio pecado original: México continuará viviendo la normalización del horror y seguirá postergando una muy necesaria reforma al sistema de justicia.
Gobernarán la impunidad y administrarán la injusticia. Pero no habrá paz.
Entender lo que pasó en septiembre nos permitirá entender los próximos años y construir una ruta que nos permita darle una ruta más promisoria a la nación. Mientras una fuerza política cuidará un legado presidencial, tiene que surgir una alternativa que cuide a México.