La palabra “íncipit”, llegada del latín con el significado de “comienza”, se aplica a la frase iniciadora de un texto de cualquier género: novela, ensayo, poema, obra teatral, etcétera. En 1979 Italo Calvino publicó, bajo el título de Si una noche de invierno un viajero, una supuesta novela, quizá un ensayo encubierto, cuyas 270 páginas son en realidad un extenso íncipit hecho de íncipits, algo a la manera de Vida y opiniones del caballero Tristam Shandy, de Laurence Sterne, novela una y otra vez reiniciada sin llegar nunca al nacimiento del protagonista.
En su libro Calvino convocó a quien, creado por el historietista Charles Monroe Schulz, ha sido desde la segunda mitad del siglo XX uno de los animales más célebres del mundo: el perrito Snoopy, quien, además de imaginarse como un formidable aviador de la Primera Guerra Mundial: el Barón Rojo, o como galán romántico en el estilo de Rodolfo Valentino, tiene una heroica vocación de escritor, pues, instalado en el filo del techo de dos aguas de su caseta, y acompañado del angelical pajarito Woodstock (que suele piar signos de admiración y puntos suspensivos en el filacterio), constantemente teclea en una maquinita de escribir las solas, las invariables, las convencionales, las trilladas y a la vez incitantes palabras iniciadoras de una novela de misterio.
“En la pared de enfrente de mi mesa —dice Calvino— he colgado un póster que me han regalado. Está el perrito Snoopy sentado ante la máquina de escribir y en el globito con letras [el filacterio] se lee la frase “Era una noche oscura y tormentosa...”.
Cada vez que me siento aquí y leo tal frase la impersonalidad de ese supuesto íncipit parece abrir el paso desde un mundo a otro, desde el espacio y el tiempo de aquí y ahora, al tiempo y el espacio de la página escrita. Siento la exaltación de un comienzo al que podrán seguir desarrollos múltiples, inagotables [...], y me doy también cuenta de que ese perro mitómano nunca logrará añadir a las seis primeras palabras otras seis u otras 12 sin romper el encanto. La facilidad de la entrada en otro mundo es una ilusión: uno se lanza a escribir anticipándose a la felicidad de una futura lectura, y el vacío se abre en el papel en blanco”.
Me disculpo por cita tan larga, pero la requerí porque además de sugerir no solo la razón de ser, la teoría de la bella aventura literaria que es la mencionada obra de Calvino (la novela como una perpetuamente tejida, destejida y retejida tela de Penélope), sino porque arroja luz sobre ese ícono, ese dibujo, ese personaje entrañable: Snoopy, el perro que se sueña escritor, y por tanto se desea humano, o sea un soñador irremediable, “un ser de lejanías”, como decía Ortega y Gasset citando a Heidegger.
Snoopy, heroicamente castigándose el trasero a caballo sobre el filo central del techo de dos aguas de su caseta, resulta así el ícono emblemático del escritor. En su reincidente intento de hacer vivir mediante las palabras a seres, actos, gestos, historias folletinescas, Snoopy vive, goza, sufre el drama del novelista, del dramaturgo, del poeta, del creador literario siempre en actitud de recomenzar su “tela de Penélope”, con la cual pretende, mediante la ficción narrada, mostrar al lector el otro lado del tapiz de la realidad.
El perrito schultziano —que nació el 4 de octubre de 1950 como compañero del niño Charlie Brown en tiras periódicas de la historieta Peanuts, de Charles Monroe Schultz (26 de noviembre de 1922, Minneapolis-12 de febrero de 2000, Santa Rosa, California, Estados Unidos)— es sufridor ¿o gozador? del síndrome de “la danza soñada por la tortuga” (Federico García Lorca dixit) y, deseoso de vivir siendo distintos personajes, es un auténtico paradigma del escritor narrador. En principio, Schultz ofrece una chispa de “intertextualidad” tomando las palabras retecleadas por Snoopy: “Era una noche oscura y la lluvia caía sobre el mundo”, del novelón Los últimos días de Pompeya, del autor decimonónico Edward George Bulwer-Lytton, quien, aun no siendo un grande de las letras, habrá conocido la aventura del atrevimiento al íncipit, de la vacilación ante la primera frase que, dictada por la imaginación, ponemos en el papel o, ahora, en la pantalla, para desatar una ficción verbal. Aventura muy bien descrita por el poeta y novelista Louis Aragón en su libro Nunca aprendí a escribir, o los íncipit (1969): “Para mí, la frase surgida (¿dictada?) de la cual voy hacia el desarrollo de la novela, en el sentido ilimitado de la palabra, tiene ese carácter de encrucijada, si no entre el vicio y la virtud, al menos entre el callarse y el decir, entre la vida y la muerte, entre la creación y la esterilidad”.
Así, Snoopy está siempre comenzando a escribir de la realidad como no es, o mejor dicho: como la quiere su ensueño, mientras el pajarillo Woodstock exclama los signos de admiración ante el amigo narrador siempre incipiente y tal vez siempre feliz.