El intento de magnicidio contra el expresidente y candidato republicano a la presidencia Donald Trump refleja síntomas de descomposición social en la actual potencia más importante del mundo. Estos síntomas, por cierto, son compartidos por gran parte de Occidente: polarización extrema y violencia, a lo que debemos sumar la incompetencia.
Estados Unidos ha tenido dos preponderantes espectros políticos, los republicanos y los demócratas, que podríamos clasificar de alguna forma como conservadores y liberales, respectivamente. Estos dos partidos tienen agendas de política doméstica divergentes, principalmente en el viejo paradigma del grado de intervención del Estado en la economía, el bienestar social y otros temas similares. También difieren en asuntos como inmigración, armas y aborto.
Estos últimos temas son altamente polarizantes, especialmente ahora con las redes sociales, donde las opiniones más escandalosas son las que destacan entre la gran ola de comentarios. Además, los algoritmos, aunque nos ofrecen más información, nos encierran en un soliloquio de nuestras creencias y afinidades. A esto hay que sumarle políticos, como el propio Trump, que utilizan un discurso extremo dirigido a sus bases, lo que produce mayor división entre sus conciudadanos.
Vale la pena señalar un factor adicional a esta polarización: la enorme desigualdad. Existe un gran descontento y frustración en un país donde una pequeña fracción de la población, el 1% más rico, posee una porción significativa de la riqueza total. Además, el salario mínimo federal no alcanza para cubrir necesidades básicas como la adquisición de una vivienda en muchas partes del país, reflejando una creciente desigualdad económica y dificultades financieras para la mayoría de los estadounidenses. En la década de 1960, una vivienda promedio costaba aproximadamente 2.3 veces el ingreso anual medio, mientras que hoy en día cuesta casi 4.7 veces ese ingreso, evidenciando una disminución significativa en la asequibilidad de la vivienda.
El tema de la violencia es alarmante y conocido en Estados Unidos, un país con una cultura de guerra y fácil acceso a armas, influenciado por poderosos lobbies como la Asociación Nacional del Rifle. Además, el alto consumo de drogas duras produce un nivel de enajenación que agrava la situación. No es sorprendente los constantes tiroteos y que ciudades como Baltimore, que ha registrado tasas de homicidio superiores a 50 por cada 100,000 habitantes, enfrenten serios problemas de violencia urbana en Estados Unidos. En comparación, ciudades como San Pedro Sula en Honduras han tenido tasas similares, mostrando niveles alarmantes de violencia en países menos desarrollados.
Con todo lo anterior, no es sorprendente que Estados Unidos esté viviendo una de las campañas más convulsas de su historia, con el presidente Biden enfrentando serios desafíos cognitivos y su contrincante, quien tiene un historial legal controvertido y ha sido blanco de un intento de asesinato. Estos acontecimientos reflejan un síntoma alarmante de la descomposición social y política en el país, exacerbada por la polarización extrema y la violencia creciente. Es imperativo que líderes políticos y la sociedad civil trabajen de manera conjunta para promover el diálogo, reducir la desigualdad y fortalecer la cohesión nacional, tarea que, por cierto, es descomunal.