Durante el verano del 2016 las redes sociales mexicanas se volvieron la peor noticia de los Juegos Olímpicos de Río al señalar sin educación, ni conocimiento, a una portentosa atleta que cuatro años después, se convertiría en una de las mayores promesas de medalla rumbo a Tokio 2020: Alexa Moreno, la mejor gimnasta de nuestra historia, corrió una carrera de obstáculos como muchos otros atletas mexicanos a los que tribus de salvajes digitales cazan por deporte.
Hace unas horas Miguel de Lara, que colocó a México en una semifinal olímpica de natación (200 metros pecho) después de 20 años, explicaba el impacto negativo que había causado en su vida el abuso y mal uso de las redes.
Sobran ejemplos en todo tipo de deportistas que experimentan un acoso selectivo, nocivo y primitivo. El problema de las redes es que sin ser un país, creen serlo o representarlo. Por fortuna, no todos los mexicanos son usuarios, ni todos los usuarios viven en el anonimato. Los medios de comunicación y el deporte han dado demasiada importancia a un nuevo régimen de opinión e información que enreda más de lo que socializa.
Las redes sociales son vistas como un poder absoluto, más por su inmediata capacidad de destrucción, que por su inicial y prometedor fundamento humano. Cuesta trabajo aceptarlo, pero la cultura deportiva mexicana no ha dejado de ser cervecera, patriotera y pambolera. Medallistas, finalistas y semifinalistas, no son fáciles de encontrar en nuestro deporte. En la medida que admiremos el esfuerzo y valoremos la superación de nuestros deportistas olímpicos sin mirar el medallero de París 2024, estaremos dando un paso hacia adelante en nuestra todavía escasa educación olímpica cuyas máximas son: “échale ganas”, “pon güevos” y “sí se puede”; algo que nuestros atletas hacen todos los días de su vida y durante los últimos cuatro años sin que ninguno de nosotros se acordara de ellos.