Ian Curtis en cuerpo y alma

  • Las posibilidades del odio
  • Juan Carlos Hidalgo

Ciudad de México /

Y en el principio fue la palabra: “En el juego de sombras interpretabas tu propia muerte sin saber nada más, mientras los asesinos bailaban sobre el suelo formados en cuatro hileras”.

Y al final lo que queda es la obra (confeccionada con palabras y música).

El jueves 10 de abril de 1980, Ian Curtis recibía una carta de agradecimiento por haber respondido a una anterior misiva en la que un seguidor le solicitaba las letras de “Shadowplay” y “Transmission”. Aquel seguidor –de nombre Steve Batty- agradeció el gesto de recibir los textos pedidos además de un pin enviando unas cuantas ilustraciones a propósito de los títulos de algunas de las otras canciones de la banda de Manchester.

Este ir y venir postal nos remonta a una era que ya no existe; cuesta imaginar a unos músicos en medio de un notable proceso de crecimiento de público encargándose de atender personalmente la correspondencia y teniendo la deferencia de mandarle la transcripción de un par de letras a un fan agradecido, que devolvería el gesto con unos dibujos. Hoy día existe un aparato de mercadotecnia que todo lo consume y las vías más directas de comunicación son otras –muy distintas-.

No es fácil alimentar la imaginación y remontarse a ese pasado que pareciera no demasiado lejano. La maquinaria nos hace creer que 1980 ocurrió hace varios siglos. El año de la Olimpiada de Moscú. Pero ahí estaba en la grisácea y hosca Manchester, un Ian Curtis de apenas 23 años asumiendo su rol de músico profesional. Pero lo que verdaderamente cuesta creer es que al mes siguiente tomara la decisión de cortar con su vida. Consumó su suicidio el 18 de mayo.

Y cómo el rock es una religión laica, dejó de existir el hombre y comenzó la leyenda de un santo oscuro y taciturno. A 36 años de distancia libros como Ian Curtis –en cuerpo y alma- nos permiten visualizar con mayor precisión la complejidad del artista y la problemática del ser humano. Ahora sabemos de su gran vocación lectora y de la seriedad con la que asumía sus tareas compositivas.

También se dice en él que Ian citaba constantemente los orígenes irlandeses de su familia, ese añejo sentimiento regional lo acompañó hasta el último acto; un detalle que nos permite evocar aquel trance radical con unos versos de otro gran poeta británico; Dylan Thomas escribió:

Cuando de pronto los cerrojos del crepúsculo

ya no encerraron el largo gusano de mi dedo

ni maldijeron al mar enroscado en mi puño,

la boca del tiempo sorbió como una esponja

el ácido lechoso en cada gozne…

Y es que el mancuniano se volcó sobre el fuego que habita en libros; seguidor puntual de William Burroughs entendió –tal como aquel lucido junkie intelectual- que el lenguaje es un virus que todo lo invade y lo corroe. Cierto, las canciones no son poemas, pero revisten su valor literario, que varía según las características y ambiciones del artista del que se trata. Si algo nos deja en claro la lectura de esta compilación es la obsesión con la Curtis enfrentaba la tarea de componer encerrado en una habitación pintada de azul.

En las letras de las 40 canciones que conforman el núcleo del libro editado por Malpaso y coordinado por el periodista Jon Savage encontramos la proyección inequívoca de alguien que se dejó afectar al sentir que llevaba el peso del mundo sobre sus hombros, al tiempo que no lograba entender a la epilepsia; ambos padecimientos –uno del cuerpo y otro del alma- lo devastaron.

“Y nos ocultaríamos de esos días en los que estábamos solos. Nos quedaríamos en el mismo sitio, fuera del tiempo, tocándonos desde lejos, cada vez más distantes”.

Lo que esa Transmisión buscaba difundir era la desolación absoluta ante el porvenir, la imposibilidad de evadir la fatalidad. Al asomarse por la ventana Ian miraba únicamente un páramo desierto y desolado; un No lugar donde ya no se vislumbraba la estela de los fantasmas de Burroughs ni de Ballard –otra de sus máximas influencias- y quien habría de concluir: “La vida es en sí misma una especie de enfermedad”. Curtis lo hubiera celebrado, pero ya no estaba cuando se publicó; Lo que si sabía Ballard pues apuntó: “El suicida no vuelve nunca a la escena del crimen”.

La mitología rockera ubica a un frontman desarrollando ese baile frenético y espasmódico durante los conciertos de Joy Division o bien a un hombre joven con la mirada perdida en lontananza en una toma en blanco y negro de Anton Corbijn; ambas son valederas, las dos representan un instante suspendido en el tiempo. Pero la personalidad de Ian Kevin Curtis da para mucho, y más a partir de la ponderación de su legado. Deborah –su viuda- nos comparte que cuando lo conoció contaba con un archivero para clasificar sus textos. En una parte colocaba los escritos que se convertirían en canciones y en otro apartado iban los trozos sueltos que algún día esperaba organizar y enriquecer para que se convirtieran en una novela que ya jamás existirá.

Su esposa trata de ser sincera y justa en sus apreciaciones y no escatima los tragos amargos de la relación y que se transformaron en un tema que conserva el halo de un himno musical que trasciende el imaginario del post-punk y se universaliza. Al estar contenida en papel, la belleza de “Love will tear us appart” puede ser apreciada con otros ojos y provocar sensaciones distintas al estar desnuda y sin la música.

“Gritas en sueños, exhibes todos mis fallos y hay un sabor en mi boca mientras me asalta la desesperación porque algo tan hermoso ya no pueda funcionar”.

En el libro aparecen las portadas de algunas obras de su biblioteca personal: Gogol, Kafka, Rimbaud y en algún momento se le compara con Óscar Wilde; quizá no vaya por ahí, ese dandy altanero dejémoslo para Morrisey; si con alguien pudiéramos equiparar al Ian Curtis escritor es con Goethe. Desde la óptica del romanticismo sería que comparten ciertas preocupaciones, ya que el alemán se formuló años antes: “Si la mañana no nos desvela para nuevas alegrías y, si por la noche no nos queda ninguna esperanza, ¿es que vale la pena vestirse y desnudarse?”.

La motivación puede reducirse hasta el grado cero; y si a ello sumamos una percepción –errónea o no- de que la enfermedad acabará devastándolo todo se comprende el final por propia mano. No se puede negar la existencia de espíritus frágiles. Como tampoco se puede negar la grandeza de un legado musical que se concentra en un par de álbumes y un poco más. Ian buscó ofrecer una experiencia sensible sobrecogedora y que calara hasta la medula –ya fuera en disco o sobre el escenario-. Y lo logró… pervive porque ofrecía identidad y sinceridad. A través del tiempo esa complicidad entre artista y escucha sigue vigente. No falta quien reaccione ante la crueldad y la alienación… en muchas ocasiones una sola canción puede salvarnos. Esa eternidad compuesta de sonidos y silencios dura lo que cada uno decida.

La voz cavernosa de Ian Curtis se sigue escuchando: “Clavado en un tren, tuve que volver a pensar. Intentando hallar un indicio, ¡intentando hallar una salida! Intentando partir; debía partir y quedarme lejos”.


circozonico@hotmail.com

Más opiniones
MÁS DEL AUTOR

LAS MÁS VISTAS