Los legisladores no son los únicos culpables. También los son quienes votaron por ellos y quienes desde privilegiadas posiciones los impulsaron.
Ante reformas constitucionales tan relevantes como la de esta semana, es una simpleza depositar toda la responsabilidad sólo en las y los legisladores que integran la mayoría que las aprueban. Sin duda son los primeros responsables pero detrás de ellos hay una larga lista de coautores y cómplices, empezando por quienes con su voto en las urnas los llevaron a esas posiciones.
Sus electores son responsables porque les dieron el poder de hacer leyes que pueden llegar hasta el grado de privarlas de sus derechos y elimine la posibilidad de que un poder distinto pueda corregir los excesos. Es difícil entender que una persona, conscientemente, encargue a otra una ley que lo privará de su propiedad o de su libertad y haga también una ley que impida que un juez independiente revise si esa ley y su aplicación son correctas. Sin embargo así es. Así de graves pueden ser las consecuencias de la democracia y la realidad pocas veces nos ofrece la oportunidad de dimensionarlo, como hoy ocurre con la reforma judicial.
Pero entre electores también hay diferentes grados de responsabilidad. Aunque todas las personas realizan la misma conducta (votar o dejar de votar) y cada voto (o falta de voto) valen lo mismo en el cómputo final, las desigualdades socioeconómicas ubican a las personas que se han visto beneficiadas en esas desigualdades en una mejor posición para informarse de la persona a la que darán su voto y, en esa medida, el reproche es mayor para ellas.
De la misma manera, entre quienes eligen, que son decenas de millones de personas, y los que son elegidos, que son apenas unos cientos, hay una serie de personas o grupos de personas que, por su posición estratégica, tienen una obligación calificada y, por eso mismo, una responsabilidad intermedia entre votantes y legisladores. Menciono sólo tres ejemplos, pero el lector que comparta esta idea tendrá en la mente otros tantos.
Primero. El Ejecutivo tuvo la iniciativa de reformar al Poder Judicial por supuesta corrupción generalizada, pero en lugar de ofrecer un diagnóstico que así lo demuestre sólo refiere unos cuantos asuntos específicos en los que, por cierto, las decisiones de libertad de los imputados se ocasionó por la deficiente labor policial y ministerial, que están bajo su responsabilidad. También impulsó este cambio por supuestas fallas en la carrera judicial y en los concursos para seleccionar a los jueces, pero pasó que en la justicia administrativa ordinaria, la agraria y la militar que también están dentro del poder ejecutivo, no hay carrera judicial y los juzgadores son designados sin concursos de oposición. Vio la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio; cegado propuso el desmantelamiento del poder judicial y los legisladores alienados lo complacieron.
Segundo. El Tribunal Electoral contribuyó al decidir en contra de las impugnaciones presentadas contra la sobre-representación proporcional de los diputados federales. Pese a la presencia clara de razones para anularla, que la magistrada Janine Otálora se encargó de enumerar en la sesión en la que decidieron, la magistrada y magistrados restantes se refugiaron en dos pretextos: siempre se ha hecho así (pese a la evidencia del error) y la ley no ofrece otra alternativa (el artículo 54 constitucional, que es ley de leyes, con toda claridad contiene la solución correcta). Para quienes frecuentan los tribunales, federales y locales, tal proceder podría no sorprenderlos, pues tristemente ocurre con frecuencia, sin embargo, no hay que olvidar que se trata del máximo tribunal de la justicia electoral en México y que no se encuentra inundado por una cantidad inmanejable de juicios o por cualquiera otra causa que pudiera suponer que se trató de un simple acto de mecanización superficial de la justicia, realizado por operarios despojados de conciencia y voluntad. No podrían entonces ser beneficiarios del calificativo pretendidamente exculpatorio que Hannah Arendt denominó “la banalidad del mal”.
No es banal el mal que produjeron pues con esa decisión la fuerza política en el poder alcanzó más de las dos terceras partes en la Cámara de los Diputados, que resulta suficiente para impulsar por sí sola todas las reformas constitucionales que quiera. Ya lo hizo con la judicial y lo está haciendo con la ampliación de la prisión preventiva oficiosa y la militarización de la guardia nacional. Tampoco es inocente ese proceder. Sobre esa mayoría de operadores (me cuesta trabajo reiterar que son jueces) desde tiempo atrás ya pesaba la sospecha de la coptación por la propia fuerza política beneficiada con esa decisión, y ahora ya sin disimulo habían recibido la promesa de que, en lugar cesarlos como a todos los jueces-, los dejaría en el cargo y hasta les ampliaría el plazo para el que fueron designados. Finalmente la corruptela se consumó. A plena luz del día hemos atestiguado un intercambio de favores entre el juez electoral y la parte vencedora.
Tercero. Quienes desde la iniciativa privada conviven con la política también pusieron de su parte. Antes de la elección y destacadamente en el periodo electoral, varios analistas asumieron una clara posición favorable para la fuerza política en el poder. Sus frecuentes columnas y apariciones en mesas de debate son evidencia suficiente de su empatía por sus ideas y acciones de ese grupo y antipatía por las fuerzas políticas opuestas. Ahora que se ha consumado la reforma judicial se han mostrado sorprendidos (véase Carlos Pérez Ricart, Cosas por explicar, y Jorge Zepeda Patterson, Haiga sido como haiga sido o el fracaso de la política; ambos de septiembre 12, 2024). Por supuesto que haber favorecido antes a quienes hoy han perpetrado ese acto totalitario con medios reprobables (como ellos mismos ahora lo denuncian) no los obliga a seguir echándoles porras. Hacen bien ahora en denunciar el hecho, pero tampoco los libera de la responsabilidad, así sea cívica, que por su profesión tienen. Sería iluso pensar que buscaban la publicidad de sus ideas pero sin ánimo de incidir, o al menos sin la conciencia de que pudiera incidir, en la voluntad colectiva que finalmente se impuso en las urnas y que los legisladores han invocado para actuar (la reforma judicial es voluntad del pueblo, dicen).
Como juzgador de amparo penal que soy, no puedo dejar de recordar los casos en los que después de una riña callejera se comete un homicidio y se involucra como responsables a varias personas: al que, antes de la agresión, se la pasó elogiando al agresor y criticando al agredido, al que lo incitó a realizar la agresión, al que le proporcionó el arma de fuego y al que, finalmente, elogiado, incitado y con la arma recibida disparó a la víctima. Pero después del homicidio, todos los que elogiaron, incitaron y proporcionaron los medios se desmarcan y hasta se manifiestan horrorizados. Mal haría en decir que en todos ellos hay responsabilidad penal, pero mal hacen también quienes hoy se muestran sorprendidos por la forma de proceder de los autores materiales de la reforma judicial. O son malos analistas y, por ello, no dimensionaron de lo que serían capaces los ahora legisladores o son buenos analistas y, por tanto, previeron de lo que aquellos serían capaces pero decidieron pasarlo por alto. Al menos de uno de ellos no tengo la impresión de que sea mal analista. Pero tampoco sé qué es peor.