Estos días me he acordado de Moisés Naím. En su extraordinario libro El fin del poder describe más que la desaparición del ejercicio clásico del poder, su redistribución radical. En prácticamente todos los campos, los grandes actores ya no son lo que eran... y lo serán todavía menos. La comunicación ya no pasa por los serios y formales noticieros de televisión, ni siquiera por los diarios (la idea misma de un diario suena obsoleta ya en la era de las redes sociales). El poder político ya no pertenece a grandes grupos; ahora está cada vez más dividido, con los ciudadanos tomando el control del discurso cada vez con mayor fuerza (aunque habría que preguntarle su opinión a Vladimir Putin, creo). En fin: el caso es que, de acuerdo con Naím, el poder atraviesa, para bien y para mal, por un proceso de fragmentación que implica retos impredecibles pero mayormente promisorios.
Lo mismo ocurre con la economía, o al menos con ciertos sectores de la economía. Esta semana me propuse hacer una investigación informal sobre los beneficios de uno de los modelos más competentes de la llamada “economía colaborativa”: Uber. Aunque el servicio está en México desde hace poco más de siete meses y algunos lectores probablemente ya lo conocen, permítame una descripción. Uber es una aplicación conectada a un sofisticado sistema de organización de automóviles manejados no por chóferes sindicalizados, sino por personas que rentan o son dueñas de los vehículos y que deciden prestar el servicio de transporte. No hay una base física. No hay número de teléfono al cuál llamar ni operadoras a las que “pedir el taxi”. Tampoco hay discusión sobre tarifas, mucho menos taxímetros. No hay efectivo de por medio: el pago es con tarjeta de crédito y directamente a Uber. Al menos en Estados Unidos, las propinas son mal vistas: el conductor del auto tiene como incentivo el sistema de calificación a base de “cinco estrellas” que, de acuerdo con Uber, sirve como único (y eficiente) sistema de evaluación de sus socios. Y digo socios porque Uber no tiene empleados. Es un sistema de colaboración entre los genios que inventaron y operan la app y los pequeños empresarios dueños de los automóviles. En poco más de cinco años, Uber ya está en más de 30 países. De acuerdo con Travis Kalanick, uno de los creadores, la empresa crece a 20% mensual. Al día de hoy, Uber se acerca poco a poco a la valía total de empresas clásicas de renta de autos (antiguos poderes formales, podría decir Naím). Hay quien dice que la empresa valdrá, eventualmente, más que Facebook.
Uber es solo uno de los muchísimos casos de éxito en el modelo de la “economía colaborativa”. Otro es el famoso sitio de hotelería en colaboración llamada AirBnB. ¿A usted le sobra un cuarto en la casa? ¿O quizá planea salir de fin de semana? ¿Por qué no lo renta? Pero este no es un proceso normal de renta. La empresa permite ofrecer cuartos, departamentos y demás como, pues sí, cuartos de hotel. Es, en cierto sentido, el servicio más ambicioso de hotelería del mundo… ¡sin tener un solo cuarto de hotel! La idea es simple: alguien tiene un espacio libre y alguien busca un espacio libre. AirBnB los ayuda a conectar a través de un muy eficiente sitio de internet. Funciona en 192 países.
Y volvemos a Naím. La “economía colaborativa” genera al año 3 mil 500 millones de dólares. La clave, sin embargo, está en el destino de cada centavo de esa cantidad. Sin ninguna de las enormes empresas formales involucradas en el proceso, todo ese dinero va directamente a los bolsillos de los consumidores. Si desglosáramos el costo de un cuarto de hotel típico en una cadena típica, evidentemente descubriríamos que el cliente paga por una larga lista de servicios y tarifas que poco tienen que ver con el cuarto en sí. Es, en cierto sentido, una transacción adulterada por el sistema corporativo tradicional. Lo mismo podría decirse de lo que ocurre con los competidores de Uber. El pago a un taxi amarillo en Nueva York incluye suficiente dinero como para pagar la tarifa de la base, el costo de la tarjeta y un largo etcétera. Con Uber, el pago es al conductor más una comisión para la app. Es una transacción casi limpia: oferta, demanda y un facilitador veloz y eficaz.
No es ninguna sorpresa que los hoteles, servicios de renta, taxistas establecidos y casi cualquier otra versión de la economía corporativa estén preocupados. Lo mismo que los sindicatos que protegen privilegios que, en muchos casos, repercuten en la calidad y costo de los servicios (previsiblemente, Uber ha enfrentado resistencia en varias ciudades). Por lo pronto, querido lector, le recomiendo que comience a preguntarse: ¿qué tiene usted en casa que podría rentar? Seguro allá afuera hay algún interesado, dispuesto a colaborar, sin necesidad de intermediarios.