Alguna vez leí que una manera casi infalible de conocer el carácter de una ciudad es investigar la relación que existe entre sus habitantes y la autoridad, especialmente la policía. Y en efecto, por ejemplo, uno puede saber mucho de la Ciudad de México y su historia si analiza la difícil dinámica —desconfianza, temor y demás linduras— entre los capitalinos y su fuerza policial. Algo muy parecido ocurre acá en Estados Unidos. Pienso, por ejemplo, en Nueva York. Es enteramente posible trazar la historia moderna (y no tan moderna) de la ciudad a través de la corrupción, excesos y, finalmente, eficiencia de su policía. Por supuesto, lo mismo puede decirse de Los Ángeles, una ciudad con una relación históricamente complicada entre sus habitantes y las fuerzas del orden. No es casual que la policía de Los Ángeles haya dado pie a decenas de libros y películas que han retratado su insólita disposición a las corruptelas y la brutalidad. Las tensiones raciales de la ciudad encontraron su manifestación más icónica en la tristemente célebre golpiza que recibiera el afroamericano Rodney King en 1991 y, mucho más todavía, en los disturbios que siguieron a la absolución de los policías que dejaron medio muerto a King. La furiosa violencia en las calles de Los Ángeles reveló las rencillas raciales entre ciudadanos y policía, además de los problemas enormes de una ciudad particularmente desigual. Desde entonces, las cosas han mejorado. La policía angelina creció en números, la ciudad se volvió más segura y la relación entre ciudadanos y autoridad mejoró. Hoy, los índices de aprobación de la policía de Los Ángeles están por encima de 60%. Las minorías confían menos en su policía, eso es verdad, pero incluso hispanos y afroamericanos reconocen el trabajo de la institución.
Aun así, hay un área que sigue siendo una vergüenza: las cárceles locales. La peor de ellas es un enorme edificio en el este de Los Ángeles conocido como Torres Gemelas. La cárcel recibe, entre muchos otros, a detenidos con problemas de salud mental además de criminales con cargos agravantes. Y lo que se vive ahí dentro es el infierno. Uno de mis compañeros reporteros de Univisión me explicaba que el complejo de las Torres Gemelas es el “microcosmos de la violencia en Los Ángeles”. El problema, por supuesto, es la dinámica propia de los reos. Pero no son solo las pandillas y sus inevitables conflictos (que han convertido a ésta, como a tantas otras cárceles, en un hervidero de violencia racial): el problema de las Torres Gemelas es, antes que nada, la larguísima historia de abusos y atropellos protagonizada por los oficiales encargados de custodiar a los presos. Desde internos sometidos a violaciones sistemáticas de sus derechos más elementales, obstrucción de la justicia, desatención en casos de emergencia médica y hasta maltrato a visitantes a la cárcel, la lista de conductas inapropiadas es larga. El escándalo ha sido tan grave que, a finales del año pasado, la fiscalía acusó a 18 oficiales bajo las órdenes del alguacil de la ciudad. La lista de cargos se lee como la sinopsis de Expreso de medianoche.
Para muestra, un botón.
El martes pasado entrevisté a Philip Cho, un hombre que sufre de esquizofrenia y que, tras haber cometido una serie de fraudes menores atribuibles a su enfermedad, terminó recluido en las Torres Gemelas. Cho, un hombre preparado, experto en finanzas con una maestría por UCLA, sufrió vejaciones reiteradas e inexplicables. Solo su experiencia en el piso 7, que alberga a reos con problemas maniaco-depresivos o en riesgo de suicidio, es para poner los pelos de punta. Aislado, sin acceso a los medicamentos que necesitaba, Cho estuvo a punto de volverse auténticamente loco. Un tiempo después, Cho se integró a la población general de la cárcel. Y ahí le fue peor. Un custodio lo puso en la mira desde el principio. Cierto día, me contó, Cho tuvo la mala idea de quedársele mirando al celador. El hombre lo tomó del brazo y lo llevó a un cuarto cercano. Ahí lo esposó y lo pateó en la cabeza. Después lo puso de pie, lo llevó a rastras a un pequeño patio y literalmente lo colgó de las esposas de una varilla en la pared. Cho cuenta que perdió la conciencia, solo para despertar a la mañana siguiente, aún enganchado de las manos, como res en el rastro. “¿Recuerdas el nombre del custodio”, le pregunté. “Claro que lo recuerdo”, me dijo. “¿Y dónde está ahora”, quise saber, seguro de que, en un improbable acto de justicia, el guardia había dejado de trabajar en el sistema penitenciario. “Sigue ahí”, me respondió Cho, bajando la mirada.
Al terminar la entrevista llamé a un abogado experto en el tema de abusos en las cárceles californianas. Me aseguró que es imposible sobreestimar el impacto negativo que tienen estos escándalos en la comunidad, especialmente en la relación entre ciudadanía y autoridad. “No puede haber reconciliación si hay impunidad”, me dijo. Estuve de acuerdo. Y pensé no solo en Los Ángeles, evidentemente.*