Hace dos años que llegué a radicar a Chiapas.
La exuberancia de su tierra me ha maravillado, y a la vez, he quedado impresionada por la pobreza en sus comunidades, sobre todo de la niñez y las mujeres.
Fui de esa generación norteña que creció con la estrella del EZLN en las playeras, el sueño de conocer ese territorio y los porqués de sus luchas.
En 1994 tenía 11 años y forraba mis libretas de civismo e historia con las imágenes recortadas de las revistas Proceso que me había regalado mi padre.
En aquel tiempo, los diarios estaban plagados de la imagen emblemática del comandante Marcos y los rostros de los políticos de la época. Se percibía una gran tensión.
Aunque no entendía con detalle el conflicto, sabía que algo fuerte ocurría en el país, pese a la distancia de esa cruda realidad pocas veces retratada en los periódicos.
Yo crecí en la colonia Jacarandas de Torreón, un barrio popular que no escapaba de la crisis económica de los años noventa; sin embargo, había opciones para continuar con los estudios, jamás sentí hambre y el vestido se cubría con las prendas heredadas de mis hermanos y la ropa de segunda mano.
Ahora, con los años de distancia, observo que no luchar por contar con educación es un privilegio, y que pelear hasta la muerte por el techo y la comida de mañana es una realidad.
El contraste me permite reconocer el privilegio de la movilidad, aunque fuera en la vieja carcacha de mamá -una Brasilia modelo 70- o el autobús de la ruta Jacarandas, opciones a las que tenía acceso para desplazarme y cubrir mis necesidades de adolescente.
Mis referencias no se comparan en nada con las largas caminatas que emprenden las personas de las comunidades y las constantes amenazas de la delincuencia, mismas que han provocado el desplazamiento forzado de cientos de familias en la zona fronteriza con Guatemala.
En su aniversario número 30, el movimiento zapatista anunció que reemplazará su esquema de organización instaurado desde hace 20 años, los llamados “caracoles”, por una condición de “no propiedad”, es decir, “tierras del común”.
A diferencia de hace tres décadas, el holograma masculino ha desaparecido, en su lugar están hombres y mujeres organizados en las bases para proteger sus territorios de la delincuencia criminal, donde un indígena tojolabal, el subcomandante Moisés, es la cara de cientos de rostros que continúan en resistencia.