Hace unos días le llamé a mi amiga Diana. Ella es músico y yo estaba presa de una de mis melomanías; quería compartírselo, saber si ella conocía a Coetus. “¡Cuánta vida he desperdiciado al enterarme recién de la existencia de esta banda!”, le dije con asombro.
“Descubrí Coetus y dan ganas de botarlo todo y dedicarse a la música”. Me habló, entonces, de las colaboraciones de la cantante española Silvia Pérez Cruz para Coetus y por mensaje me compartió “La solterita” y “Gallo rojo”.
Después, la conversación digital viró en torno a los vasos comunicantes entre la música ibérica y latinoamericana. Evocamos a la pareja argentina Luna Monti y Juan Quintero, que aportaron canciones populares del Cono Sur a la banda ibérica, como “Verde romero” y “De los centros de la Luna”.
Hablamos, también, del son y la décima, del temple festivo y el eje campirano que nos une de este y del otro lado del Atlántico; de la mal llamada “canción folklórica” o “tradicional”: etiquetas impuestas por la cultura de masas que simplifican una diversidad de manifestaciones líricas, rítmicas y temáticas que se remontan a la época de Cervantes, al califato o el virreinato, pero que siguen siendo materia de religación y sentido de pertenencia a formas culturales vivas y fluctuantes.
“Coetus es la península en una banda, pero también es América Latina”, le dije a Diana, mientras pensaba en los barcos que durante la colonia zarparon tantas veces de Cádiz con destino a América, transportando músicos y misioneros, instrumentos europeos, africanos y del Medio Oriente, y nos trajo la décima espinela: forma vernácula de improvisación lírica que ha recorrido nuestro continente a través de la historia.
Durante más de diez años Coetus ha recobrado la canción popular ibérica y reunido percusiones que por lo general se tocan de manera separada. Desde sus inicios contó con la asesoría del inigualable Eliseo Parra. Lejos de cerrarse a una perspectiva arcaizante, la banda asume que la tradición no se atomiza: se adapta, renueva y sostiene vínculos con una memoria colectiva que trasciende cualquier delimitación geográfica.
Sorprenden especialmente las confluencias sefardíes, moriscas y africanas que Coetus incorpora a su repertorio sin ceder a la lógica de la cultura de masas.
En México, grupos como Chéjere (son jarocho), Yolotecuani (fandango tixtleño) o Los parientes de Playa Vicente (son jarocho) funcionan de manera similar: recuperan y difunden canciones populares con renovadas variantes.
Algunos introducen denuncias políticas en sus versos o actualizan historias colectivas. Los rescates no se ciñen a lo regional: los viajes, intercambios y convergencias iberoamericanas son parte de su quehacer. Tal es el caso de Ada Coronel, la magnífica cantante de Yolotecuani, quien ha llegado a colaborar con Tembembe ensamble continuo, proyecto de Jordi Savall e Hispèrion XXI, dedicado a la investigación y difusión de música barroca y vernacular en Hispanoamérica.
Estos conjuntos ejemplifican las dinámicas propias de las tradiciones marginales, que abren sus rutas lejos de lo académico o con escaso reconocimiento institucional. A esto se añade la dificultad que supone investigar legados impermanentes, cuyos sistemas son orales, sin los soportes legitimadores que provee la cultura letrada, como los archivos.
Esto implica pensar en una historia y un sistema musical otros con lagunas o reconstrucciones a partir de fragmentos y metodologías cercanas a la antropología, que demandan muchos años de inmersión en las comunidades.
No en vano Yolotecuani ha invertido 35 años en rastrear y renovar el fandango guerrerense. La canción cardenche en la región de La Flor de Jimulco en La Laguna, por poner un ejemplo regional, ha sufrido enormes pérdidas debido a la interrupción de la transmisión de melodías y a las pocas fuentes de financiación que posibiliten hondos trabajos etnomusicológicos.
La vastísima tradición musical mexicana rara vez es tomada con seriedad desde el punto de vista oficial o institucional, a menos de que se le exotice; difícilmente figura en repertorios formativos o para emprender investigaciones rigurosas. Por lo general, éstas las realizan los lugareños, transitando entre el sistema oral-lírico y el letrado-académico
Pero lo cierto es que esta clase de música responde, también, a la lógica de la cultura de la resistencia. Como señala el teórico literario peruano Antonio Cornejo Polar, la interferencia es, por definición, la constitución misma de las tradiciones marginales: se modifican porque resisten o son intervenidas por violentos procesos de dominación, por lo que sus herencias nos llegan de manera fragmentaria.