Para mis amigos Evelia y Refugio Agüero
En algunos lugares el sol es mandato: todo lo estructura y lo significa. Así es mi ciudad de nacimiento. Después de tantos años de no vivir en La Laguna y tras mi regreso, entendí por qué el sol condiciona nuestra cultura.
Me extrañó, por ejemplo, reconocerme en una ciudad que a ciertas horas parece estar deshabitada. Quizás, el despliegue de estas formas implacables de la naturaleza hicieron que por alguna extraña razón durante mi etapa universitaria creciera en mí cierta fascinación por la literatura cubana. “Pero la claridad avanzada, invade / perversamente, oblicuamente, perpendicularmente / la claridad es una enorme ventosa que chupa la sombra, / y las manos van lentamente hacia los ojos. / (…) / Son las doce del día / Todo un pueblo puede morir de luz como morir de peste”, rezan algunos versos de “La isla en peso”, poema cumbre de Virgilio Piñera, que publicó en 1944.
La verdad que encierra me interpela especialmente en estos días, cuando la pesadumbre de la canícula y el confinamiento han probado mi capacidad para resistir.
“Has pasado por peores”, me repito, mientras trato de sobrellevar el ritual interminable de labores en el hogar, de tener que resignarme al trabajo frente a la pantalla o al hecho de en que, en ocasiones, nos quedamos sin agua durante varios días, al igual que mis vecinos y, entonces sí, el calor es llamas y el aseo, imposible.
El sol, que todo lo corroe es tan poderoso como el hecho de que nuestra onda y dolorosa canción cardenche haya surgido al pie de una planta que no da ni un milímetro de sombra, y sólo al caer la tarde los antiguos peones de las haciendas podían arrimarse a sus espinas y entonar con tristeza uno que otro verso en despecho o sobre alguna historia local.
“Los horizontes son chiquititos / y parejitos al caminar / andan en busca de una paloma / que se ha salido del palomar / (…) / Salen las nubes para los mares / a agarrar agua para llover” dice así una cardencha de La Flor, donde “el canto gregoriano bajo el mezquite lagunero”, como atinadamente lo llamó Jaime Muñoz Vargas, está a punto de extinguirse.
Pienso en estas cosas durante mi aislamiento; imagino lo que yo más amo: el recuerdo de cuando puedo trasladarme libremente y a veces, cuando la ciudad me cansa y el trabajo me desborda, me dirijo 80 kilómetros al sur hacia La Flor de Jimulco, tierra en la que el cardo da flores por estas fechas y se eleva, majestuoso y soberbio, el cerro más alto de la región: el Centinela.
Pocas cosas llegué a extrañar de mi tierra durante mi larga estadía foránea. La sierra en el desierto, las playas del río Aguanaval en el Realito, las minas de Oto, el cañón de la Gualdria y sus pinturas rupestres, los días andariegos de ciclismo y senderismo, el tapiz de colores en el cielo al caer la tarde, la zona de la sotolienta, los llanos y sus alfombras de gobernadora, no se desdibujaron jamás de la memoria, como tampoco todos los caminos que recorrí siendo muy joven, detrás la brecha que abría Refugio Agüero, caminante que ha hecho de la zona una extensión de su cuerpo. Tras mi regreso quise reconocerme ahí, recobrarme en el lugar donde alguna vez dejé el ombligo.
“¿Cuándo podrás venir, Lucy?”, me pregunta mi amigo Refugio, y yo le respondo que no sé, “Euge extraña acampar allá con los amigos”, le digo. Mi hija, que ha resistido heroicamente al encierro, tiene tantos deseos de ir. “¿Cómo van con los contagios en La Flor?”, le pregunto, “Hay dos que están recuperándose”, me dice, “Velia siempre me pregunta por ti”.
Entonces evoco el sabor de las tortillas de harina de su hermana, Evelia Agüero, quien nos prepara las delicias locales cuando pasamos unos días en La Flor. Cómo extraño a Velia y la complicidad que fluye entre nosotras. “¿Podremos ir el siguiente año, mami?”, me dijo mi pequeña el otro día con esa resignación que yo ya no tengo.