En algunas ocasiones he escuchado a un par de amigos lectores manifestar preocupación por el destino que les deparará a sus enormes bibliotecas; una angustia legítima si se toma en cuenta que han invertido una vida en ellas. Si las valuaran descubrirían que esos cientos o miles de volúmenes equivalen, tal vez, a dos casas escrituradas a su nombre. Pero el vicio y el amor a los libros son inestimables. Los adquirimos para adentrarnos en los universos que contienen sus páginas, y porque son objetos en los que están involucrados nuestros afectos.
Pero los libros son, en su mayoría, costosos. Sólo una élite puede darse el lujo de adquirirlos asiduamente. Cuanto más leemos, mejores ediciones y traducciones deseamos: distinguimos las versiones alteradas de Porrúa de las bellezas de Acantilado y Abada. Recuerdo que durante varios años deseé comprar las crónicas y novelas de Clarice Lispector editadas por Siruela, hasta que en un remate de libros las adquirí a mitad de precio. Pero ese gasto representó mucho para mí: era estudiante y madre de una bebé.
Con el tiempo, la brecha entre los ingresos de quienes necesitamos libros para estudiar y trabajar, y el precio de los mismos, no sólo se ha ensanchado, sino que refleja la lógica privatizadora de los consorcios editoriales que explotan por igual a sus autores, sus traductores y editores. Las empresas no pierden, menos cuando vemos que casas editoriales grandes, como Random House, debilitan y compran pequeñas y modestas, como ocurrió con Salamandra.
Hace unos días pensaba todo esto porque llevo, quizás, diez años procurando una biblioteca digital de libros y artículos relacionados con mis intereses como lectora e investigadora. Leo más en aparatos que directamente de libros. Las bibliotecas digitales concretan el sueño enciclopedista de universalizar el saber; vuelven colectivo el conocimiento, lo replican y dispersan a todos los rincones del mundo. En muchos casos, la irrefrenable digitalización es aprovechada por gigantes como google books o scribd. Pero el intercambio gratuito y generoso termina siendo mucho mayor que lo que estas empresas pueden controlar desde el imperio del copyright.
Desde el mail de un estudiante de Lima se envía en adjunto La novela indigenista: un género contradictorio de Antonio Cornejo Polar a un estudiante que reside en México y realiza una investigación sobre literatura peruana. En un grupo de facebook de estudiantes de letras, alguien advierte “Va una edición huachicoleada en pdf de Salmos de Ernesto Cardenal”.
En ocasiones, son los propios autores los que se apartan de la lógica autocrática de las editoriales y reeditan sus trabajos en pdf. Es el caso del escritor tijuanense Luis Humberto Crosthwaite, quien reedita para versión digital sus novelas y cuentos y los libera en redes. Hay, también, proyectos colectivos, como La Flecha Roja, una biblioteca digital de autores guerrerenses; están también Poesía Mexa y Dramaturgia Mexicana. Otros casos, como la pirateca.com o algunos bots que liberan obras que en ocasiones son de recientísima comercialización en librerías, garantizan el acceso a la cultura y el conocimiento a un sector de la población, a una clase social a la que históricamente se le ha negado.
Este es el destino de las bibliotecas digitales: crecer y replicarse; proveer acceso a materiales que alimentamos y consultamos todos. Somos nosotros, los lectores, y no las empresas, quienes damos vida a la literatura y el conocimiento.