El populismo punitivo

  • columna de Luis Felipe Guerrero Agripino
  • Luis Felipe Guerrero Agripino

León /

Sembrar las semillas del miedo permite recoger abundantes cosechas políticas y comerciales, y el atractivo de una cosecha opulenta inspira a los buscadores de beneficios políticos y comerciales a forzar la apertura de nuevas plantaciones para el cultivo del miedo.

Zygmunt Bauman

La violencia, el miedo, la impunidad, la vulnerabilidad de ciertos sectores de la población, así como la impotencia de la ciudadanía ante una percepción, casi generalizada, de inseguridad, se vuelve el caldo de cultivo para el oportunismo. Sacar provecho de esas circunstancias desfavorables, bajo promesas irrealizables o acudiendo a –o exigiendo– la implementación de medidas punitivas irracionales, autoritarias, inconsistentes y, en la mayoría de los casos, contraproducentes, es muestra recurrente de uno de los grandes males de las sociedades contemporáneas: el populismo punitivo.

En el tratamiento de la criminalidad, en los estados democráticos, desde luego es necesaria la reacción punitiva estatal, de manera racional, ponderada y proporcional, con el soporte de las ciencias penales, y en el marco del respeto a los derechos humanos.

No obstante, bajo el discurso punitivo, con el ánimo de quedar bien, de ganar adeptos, de hacerse notar, o de otros fines deleznables, nada importa el sustento empírico o las evidencias derivadas de análisis rigurosos que muestran lo contrario, lo que importa es hacer notar el músculo o la voz que clama “toda la fuerza de la ley”. Se trata de explotar al máximo la compulsión placentera de castigar, una patología social que trasciende en prácticamente todo el mundo, aunque con mayor intensidad en algunos países.

Desafortunadamente, nuestro país es de los más proclives a que suceda ese fenómeno. México es de los países que más delitos legisla, de los que tiene sanciones más elevadas, y más reformas con tendencias punitivas. No se regula la pena de muerte, pero en cinco estados se contempla la prisión vitalicia. Otras legislaciones no lo hacen expresamente, pero en eso se traduce en la práctica. Por ejemplo, con la imposición de una pena de prisión de 140 años, difícilmente se podría pensar que la persona egresará con vida y –eso sí–, “reinsertada socialmente”; lista para reconducir su proyecto de vida…

La tendencia a regular, implementar o clamar por el máximo rigor punitivo no es exclusiva de determinadas corrientes ideológicas. Se manifiesta por la izquierda, la derecha, el centro, o desde cualquier vertiente que se pueda derivar. Tampoco es exclusiva del sector político –aunque es donde suele proliferar con mayor enjundia –, también abarca grupos sociales y medios de comunicación –los tradicionales, así como plataformas digitales y redes sociales–.

La compulsión punitiva tampoco se centra solo en el sistema penal, bajo la lógica de detener, prácticamente sancionar y luego investigar. También abarca la exposición social, sin importar la dignidad de las personas; y el interés de las víctimas queda marginado.

En el ámbito legislativo, esta tendencia, se manifiesta de múltiples maneras: principalmente en el incremento de delitos y de penas; en la sobre regulación de conductas, así como en la construcción casuística de comportamientos prohibidos u ordenados, generando un amasijo de difícil –y en algunos casos imposible– aplicación.

Dicha complejidad legislativa acarrea problemas de diversa índole: en regulación de figuras meramente simbólicas que nunca se aplicarán –lo cual, en todo caso es lo menos grave–; en problemas de aplicación que se traducen en espacios de impunidad; en medidas desproporcionadas o en auténticas injusticias.

Por otro lado, al momento de su aplicación, los entuertos legislativos llegan, junto con sus complicaciones, a los órganos de procuración e impartición de justicia. Y dichos organismos se suelen topar con un grave dilema: aplicar normas inconsistentes, con el riesgo de que instancias superiores echen abajo sus determinaciones por violar derechos humanos, o no aplicarlas, bajo la consecuencia, casi segura, del linchamiento público.

La participación ciudadana exigente y reflexiva; la libertad de expresión y el compromiso de quienes toman decisiones desde el poder público, en la búsqueda del bien común, guían el rumbo democrático de los países. Ojalá pronto se puedan derivar mejores condiciones de entendimiento y comprensión en nuestro país para atender uno de los problemas más graves que nos aqueja: la violencia.


Más opiniones
MÁS DEL AUTOR

LAS MÁS VISTAS

¿Ya tienes cuenta? Inicia sesión aquí.

Crea tu cuenta ¡GRATIS! para seguir leyendo

No te cuesta nada, únete al periodismo con carácter.

Hola, todavía no has validado tu correo electrónico

Para continuar leyendo da click en continuar.