En días pasados tuve la oportunidad de participar en el congreso internacional sobre Derecho penal y empresa, celebrado en San José del Cabo. Uno de los temas a destacar fue la responsabilidad de las empresas en el ámbito penal. En otras palabras: las empresas pueden delinquir, independientemente de que personas integrantes de ellas también puedan ser responsables penalmente, o no serlo.
Se trata de una tendencia que ha proliferado en los últimos años. Regulaciones en Estados Unidos y en países de Europa y de América Latina, han transitado a ese modelo de criminalización. En México, a partir de junio de 2016, mediante una reforma realizada al Código Nacional de Procedimientos Penales –con aplicación para todo el país– la responsabilidad penal empresarial de manera autónoma está legislada. Desde luego, no dejan de venirnos a la mente varias preguntas. Por ejemplo, ¿acaso las empresas tienen voluntad propia al margen de la conducta humana? Claro que no, siempre antecederán acciones humanas, pero pueden ser penalmente responsables cuando los delitos cometidos a su nombre, por su cuenta, en su beneficio o a través de los medios que ellas proporcionen, cuando se haya determinado que además existió inobservancia del debido control en su organización, independientemente de la responsabilidad penal en la que puedan incurrir sus representantes o administradores.
Otra interrogante es el tipo de sanciones que se les puede aplicar a las empresas penalmente responsables. Las consecuencias son diversas. Por ejemplo, la sanción pecuniaria o multa, decomiso, disolución, suspensión de sus locales o establecimientos; también la prohibición de realizar en el futuro las actividades en cuyo ejercicio se hayan cometido o participado en su comisión, así como la inhabilitación temporal consistente en la suspensión de derechos para participar de manera directa o por interpósita persona en procedimientos de contratación del sector público. Además, puede decretarse la intervención judicial para salvaguardar los derechos de los trabajadores o de los acreedores, entre otras.
Más aún, no quedan exentas de responsabilidad penal cuando se transformen, fusionen, absorban o escindan; ni cuando exista la disolución aparente, cuando continúe su actividad económica y se mantenga la identidad de sus clientes, proveedores, empleados, o de la parte más relevante de todos ellos.
En el fondo de esta criminalización, subyace una realidad y una legítima preocupación: casos en los que prevalece el abuso del poder empresarial y sus redes de corrupción con diversos sectores: acudiendo a prácticas subterráneas y entuertos burocráticos, pueden llegar a dañar la economía de los países, afectar el medio ambiente, e incidir en los bienes y derechos de las personas, generalmente de las más vulnerables. Sólo que, en casos de esta índole, el daño suele no notarse y pasa desapercibido. Por ejemplo, cuando a una persona le roban su cartera o su bolso, identifica lo que le robaron, o lo mismo sucede en el robo de un vehículo, y ni se digan las afectaciones físicas derivadas de actos de violencia. Pero mediante manejos financieros ilegales a gran escala, también se puede afectar nuestra economía, aunque no lo notamos en lo inmediato ni se identifican personas en lo específico, a lo mucho, corporativos de un poder inmensurable. Y lo mismo sucede con efectos contaminantes del medio ambiente que inciden directamente en la salud de las personas. Tales afectaciones no se notan de inmediato, pero las consecuencias a la larga pueden ser letales.
También, entidades corporativas suelen afectar intereses que se perciben directamente. Son variados los supuestos. Por ejemplo, tráfico de influencias, fraudes, robos, afectaciones en materia de derechos de autor, encubrimiento, y un largo etcétera. Sólo que, en estos casos visibles, las personas suelen quedar en verdadero estado de vulnerabilidad ante empresas de un alto poder –generalmente de alcance multinacional–. Más o menos se suelen decir expresiones cotidianas como: “¿A quién le reclamo, al empleado, si sólo cumple órdenes o ejecuta decisiones de le empresa? ¿O voy contra a la empresa, seguro perderé aún más de lo que ya perdí…?”
Cabe hacer una aclaración: de acuerdo con el Código Nacional de Procedimientos Penales, la responsabilidad penal corporativa, abarca sociedades civiles, mercantiles, fundaciones, cooperativas, sindicatos, partidos políticos, así como empresas “pantalla” o “fachada”.
Otra aclaración: se supone que desde 2016, las legislaturas de los Estados debieron haber incorporado, en sus códigos penales, la lista de delitos susceptibles de cometerse por entidades corporativas. Pero no todas lo han hecho; en Guanajuato no ha sucedido.
Entonces, se podría preguntar si en las entidades federativas que no han legislado al respecto, lo regulado en una legislación federal es letra muerta. En principio sí, aunque se podrían actualizar delitos federales. Por lo menos son veinte legislaciones federales que regulan delitos y les resultan aplicables a los corporativos estatales.
La regulación de la responsabilidad penal empresarial no está exenta de críticas. Algunas de carácter técnico, pues significa replantear el contenido de las instituciones jurídicas tradicionales; otras cuestionan la vulneración de principios garantistas, como los de legalidad y culpabilidad. También se pone de manifiesto un grave riesgo: la aplicación selectiva del derecho penal a las corporaciones más vulnerables o a las políticamente convenientes, pudiéndose afectar, sobre todo, a las pequeñas y medianes empresas, incrementando las tasas de desempleo, entre otros inconvenientes.
Es un tema demasiado complejo y falta mucho terreno por explorar. Podremos estar de acuerdo o no con la responsabilidad penal empresarial, pero hay un hecho irrefutable: está legislado. Toca involucrarnos más.