Supremacía constitucional

  • columna de Luis Felipe Guerrero Agripino
  • Luis Felipe Guerrero Agripino

León /

En México estamos pasando por una crisis constitucional sin precedentes. La “Reforma al poder judicial” ha ocasionado múltiples contratiempos y tensiones entre los tres poderes de la República: de un lado el ejecutivo y el legislativo y, por otro lado, el poder judicial. Cuando parece que, de alguna manera, se asoman algunos indicios para una salida más o menos pacífica, surgen más y más vicisitudes.

Ante este complejo y complicado escenario surgen diversas posturas, opiniones, voces y –desafortunadamente– también ocurrencias, descalificaciones y expresiones de diversa índole basadas más en arrebatos y bravuconadas que en razones. También es frecuente escuchar a personas que con humildad y honestidad intelectual dicen: “Francamente no entiendo bien de qué se trata…” Expresiones de esta índole nos hacen pensar en que quizás una manera de avanzar sería reconocer que difícilmente alguien –en lo individual o en lo colectivo– pudiera tener el conocimiento pleno de la cuestión, con todas sus múltiples aristas y problemas que directa, indirecta o colateralmente se derivan. Y si difícilmente se puede tener el conocimiento cabal de los problemas derivados, mucho menos podemos elevarnos como poseedores de la verdad absoluta. Estamos hablando de un acontecimiento sin precedentes. No hay un guion a seguir, se tiene construir sobre la marcha.

Dentro de las múltiples cuestiones controvertidas, me referiré a una, que considero central en el debate: ¿La Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), puede declarar inconstitucionales normas establecidas en la propia Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos (CPEUM)? Y, de poder hacerlo, ¿en qué casos sí y en qué casos no?

Para poner en contexto el tema, partamos de dos circunstancias. La primera de ellas es que el pasado 15 de septiembre se publicó una reforma a diversas normas constitucionales que atañen a la estructura, funcionamiento y forma de elegir a las personas juzgadoras del poder judicial federal y también de las entidades federativas. La segunda circunstancia es que existe un proyecto de un ministro de la SCJN el cual establece que una parte de esa reforma a la constitución es inconstitucional. Todo parece indicar que a principios de la próxima semana el pleno de la SCJN resolverá sobre dicho proyecto. El pleno se conforma con once integrantes y son suficientes ochos votos a favor del proyecto, para declarar inconstitucional una parte de la reforma. Todo parece indicar que se descarta la posibilidad de que once estén a favor; de aprobarse, sería con ocho votos.

Surge entonces el debate: ¿ocho integrantes del poder judicial que no fueron electos por el pueblo pueden echar abajo una reforma al máximo ordenamiento del país (la CPEUM), emanada por una mayoría calificada del poder legislativo, conformado por integrantes que fueron electos por el pueblo? Desde mi punto de vista sí es posible. Es posible porque en el año de 1994 se reformó la CPEUM para otorgarle a la SCJN el rango de tribunal constitucional. Es decir, que sea la última instancia garante de la Constitución; para cuidar que ninguna norma esté por encima de ella. Claro, cuando se trata de leyes u ordenamientos de menor rango no hay mayor discusión. El problema es –como es el caso– cuando se trata de normas que están en la propia constitución. Estimo que eso es posible cuando, desde la propia constitución, se transgreden derechos fundamentales o cuando se trastoca la esencia de la CPEUM; cuando se vulneran los postulados básicos del constituyente original, es decir de esa asamblea revolucionaria que en el año de 1917 nos legó la constitución vigente. A ello se refiere la llamada “supremacía constitucional” –término que, hay que aclarar, no es nuevo, ni exclusivo de una corriente política mexicana–.

Desde mi punto de vista esta es la parte toral del debate. En concreto, determinar si la reforma constitucional (o una parte de dicha reforma) en cuestión transgrede derechos fundamentales o adultera la esencia de los pilares políticos, jurídicos, históricos y democráticos bajo los cuales se sostiene nuestra CPEUM y que fue fruto de una gran discusión y consenso de los líderes revolucionarios.

Tomar postura al respecto es verdaderamente complicado: conlleva un análisis desde muchos enfoques, más allá de lo eminentemente legal. Y es que, si hablamos de otorgarle ese valor y “supremacía” a la CPEUM, merece la pena preguntarnos: ¿De cual constitución estamos hablando, de los 135 artículos que contenía su versión original en 1917, o de la actual que tiene más de 700 reformas…? Ahora, si nos situamos en la esencia de algunas reformas, todo parece indicar que distan mucho de las causas que defendían los líderes revolucionarios. Pongamos algunos ejemplos. ¿Cómo hubieran reaccionado los zapatistas –que clamaban “la tierra es de quienes la trabajan”– si en la Convención de Aguascalientes les hubieran propuesto que se permitiera la inversión privada –nacional o extranjera– en los ejidos? Pues eso se puede desde una reforma constitucional realizada en 1992.

¿Cómo habría reaccionado el grupo liberal si se les hubiese propuesto que cualquier asociación religiosa (sin restricción ideológica alguna) pudieran tener personalidad jurídica, y que los ministros de culto religioso se pudieran expresar libremente y pudieran votar? Esto es posible en la CPEUM, también desde 1992.

¿Qué hubieran pensado los Maderistas si se les hubiera sugerido flexibilizar la “no reelección” y pudieran reelegirse alcaldes, diputados y senadores? Esto ahora es posible.

Entonces la cosa no es tan sencilla ni tan obvia. Ojalá surja un debate serio, responsable, profundo, más allá de filias y fobias. El país está enfrascado en una crisis constitucional derivada de discrepancias políticas, jurídicas y de otra índole. Si nos vamos sólo a la medición de fuerzas políticas, quizás gane una y pierda otra, a lo mejor ambas pierden, pero, seguramente, perderá el país.


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