Un maratón en Guanajuato

  • columna de Luis Felipe Guerrero Agripino
  • Luis Felipe Guerrero Agripino

León /

Por primera ocasión, el pasado domingo se llevó a efecto un maratón en la ciudad de Guanajuato. Definir un recorrido de 42 kilómetros en esta cañada, con su compleja topografía, no es cualquier cosa pues, generalmente, las carreras de esta distancia se realizan en terrenos planos y evitando que se pase varias veces por el mismo lugar.

Además del maratón completo, también hubo las modalidades de 21 km (medio maratón) y 10 km. Parece ser que en total fueron más de dos mil personas inscritas y, particularmente en el maratón, cuatrocientas.

Me animé y me inscribí. No es la primera ocasión que corro esa distancia, pero este tuvo las dificultades propias de la complejidad del lugar. En esencia, la ruta abarcó subidas prolongadas en la carretera Panorámica –hasta llegar al Pípila–, tramos ondulados; el centro histórico, túneles, y dos veces la avenida Diego Rivera. Quizás parezca sencillo decirlo, pero hacer ese recorrido representa un esfuerzo considerable.

Se suele decir –y se dice bien– que correr un maratón requiere de cierta capacidad física y mental. Cada persona vive su propia experiencia; disfruta y padece las diferentes etapas que suelen ocurrir cuando se corren 42 kilómetros. Compartiré mi experiencia. Aclaro: la experiencia de un hombre común, la de un aficionado persistente, sin la cualificación de un profesional.

En los instantes previos a la carrera prevalecen sensaciones diversas: euforia, nerviosismo y desesperación, aderezadas con las muestras de solidaridad, empatía y apoyo recíproco entre los compañeros, pues en este deporte prevalece una gran camaradería.

El arranque es todo algarabía; una fiesta deportiva en la que se respira y transpira una emoción que contagia. Después de la salida, viene una etapa de adaptación, sincronía y armonía. Es cuando más se disfruta la carrera. Uno sintoniza su ritmo, encuentra su paso y modula su respiración. Se aprecia el paisaje; en este caso, las maravillas de la ciudad de Guanajuato. Hay un gran ánimo, una alegría indescriptible; se agradecen las expresiones de ánimo del público. Esta etapa dura como hasta el kilómetro 21, es decir, a la mitad de la carrera. A partir de este momento es cuando, en estricto sentido, inicia el maratón. Evaluamos si llevamos el paso adecuado. Suele presentarse una ponderación táctica crucial: incrementar el paso para hacer menos tiempo, pero con el riesgo de no aguantarlo y tronarnos más adelante. Aunque si no lo aumentamos puede que hagamos más tiempo del previsto, y al final viene el autorreproche: “pude dar más y me mantuve en la zona de confort”.

También en esta etapa se empieza a sentir la deshidratación, lo cual no es un asunto menor. Además, se sienten con mayor intensidad las condiciones climatológicas, el sol y el calor comienzan a generar mayor deterioro físico. Se trata de un periodo clave del trayecto: aquí es donde se forja la etapa que sigue. En este lapso ya no es tanta la euforia, lo que prevalece es la concentración. Sucede algo raro: no pasa nada por la mente, y el paisaje pasa desapercibido, la atención está en otras cosas. Incluso, en ocasiones no se recuerda bien cómo fue que pasamos por un determinado lugar.

Esa etapa dura como hasta el kilómetro 28 o 30. Luego, como entre el 32 al 37, viene lo que se le conoce como “la pared”; excelente término, no sé a quién se le ocurrió, porque es eso: de repente nos topamos con un gran muro de contención que es muy difícil superar, pues el deterioro físico cobra factura y viene el síndrome de la desesperación. Empieza uno a enojarse consigo mismo, surgen cuestionamientos como: “Qué demonios estoy haciendo aquí”, “pero, qué maldita necesidad… llevo más de tres horas corriendo, sufriendo, y ¡hasta pagué por eso!” Es aquí donde, incluso, nos podemos “tronar”, dado que pueden presentarse calambres y descompensaciones.

Se agradecen muchísimo las porras del público, aunque el deterioro es tal, que hasta llegan a generar frustración. En una ocasión, alguien del público gritó algo así como: “¡Vamos, pónganse las pilas, no se queden atrás, échenle! “Y un compañero –en voz baja– dijo: “·%&### que fácil es decirlo, ya te quisiera ver aquí”.

En esta etapa es cuando se reflejan muchas cosas: el historial físico-atlético-emocional, el nivel de preparación, la calidad de los entrenamientos, el cuidado de la alimentación, el descanso, entre otros factores.

También aquí se ponen de manifiesto grandes virtudes que se fomentan en este deporte: la disciplina, la perseverancia, la fuerza interior, la importancia de competir con uno mismo; el privilegio de la soledad, el asombro de ver la enorme capacidad que puede tener nuestro cuerpo y, al propio tiempo, constatar su gran vulnerabilidad.

Luego viene la recta final, el cierre. Son los últimos kilómetros, los últimos metros, los pasos finales, el último aliento… Al cruzar la meta suceden todo tipo de emociones, sensaciones y dolores. Me ha tocado ver personas se desmayan al concluir, otras que no pueden retener el llanto.

Al llegar a la meta se percibe una gran satisfacción, y también uno abraza el trayecto, con todas sus alegrías y vicisitudes. Se goza la llegada, el logro, el cumplimiento de la meta trazada, pero igual –o más– se disfruta el camino, cada paso y cada aliento, como sucede en el trayecto de la vida.


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