El Estado de Derecho está basado en cuatro criterios:
(1) Leyes justas, aplicadas de manera uniforme a todos por igual, apalancadas en la protección de los Derechos Fundamentales de los mexicanos.
(2) Impartición de una justicia accesible y eficiente, “realizada por jueces y magistrados competentes, éticos, neutrales e independientes”.
(3) Estricta transparencia y rendición de cuentas: “gobierno y actores deben rendir cuentas ante la ley y ser sancionados en caso de incurrir en actos (de opacidad o corrupción) que violen sus deberes”.
Y (4) Impulsar un Gobierno Abierto en el que “todos los procesos que promulguen, administren e implementen las leyes sean accesibles, justos, eficientes y transparentes”.
De tener un verdadero Estado de Derecho en México, existirían sólidos límites al poder gubernamental; una ausencia de corrupción; un gobierno abierto fuerte; un respeto irrestricto a los Derechos Fundamentales; un orden y seguridad patrimonial y físico; un cumplimiento estricto de las regulaciones en temas laborales, ambientales, comerciales y de salud pública; una justicia civil accesible, pronta y libre de corrupción y discriminación y un sistema de justicia penal capaz de procurar e impartir justicia con respeto a los derechos de los detenidos y las víctimas.
Pero ¿qué tenemos en realidad? Un débil Estado de Derecho, corrupto e impune, proclive al autoritarismo caudillista, atravesado por el crimen organizado, el tráfico ilegal de armas y drogas y hundido en la desigualdad económica y un sistema educativo pobre.
No en balde, en 2023, el nivel del Estado de Derecho en México ocupó el lugar 116 de 142 países en el mundo (World Justice Project: 2024) gracias a las reformas al poder Judicial.
Lo dicho: la violencia en México es el resultado de la ausencia de un genuino Estado de Derecho.
No de maquinaciones psicohistóricas sin sustento empírico alguno.
Nota: Regresaré DM a nuestra conversación editorial en enero 2025. Bendecidas y esperanzadas fiestas para ti, apreciado lector.
canekvin@prodigy.net.mx