Sismos de septiembre

  • Diario de campo
  • Luis Miguel Rionda

León /

Para el inconsciente colectivo de los mexicanos, el mes de septiembre es un mes tan gozoso como traumático. Gozoso por las conmemoraciones nacionalistas como el grito de Dolores, la toma de la Alhóndiga de Granaditas, el sacrificio de los Niños Héroes de Chapultepec y el natalicio de Morelos (durante algunos años también se celebraba el natalicio de Porfirio Díaz). Pero también es un mes de traumas nacionales, como los sismos que azotaron al país en 1985 y en 2017; y recordemos que en ese mes cayó la Ciudad de México en manos de las tropas norteamericanas en 1847, que izaron su bandera en Palacio Nacional y la mantuvieron ahí por casi un año.

Este septiembre por el que transitamos podrá recordarse como otro periodo infausto. Las artificiales mayorías calificadas que el partido hegemónico se construyó en las dos cámaras del Poder Legislativo federal han permitido que el régimen saliente (?) eche a andar su “Plan C”, que consiste en aprobar y decretar las 18 reformas constitucionales y dos legales que presentó el Poder Ejecutivo el 5 de febrero pasado, aniversario de la constitución que se pretende alterar.

La guadaña del nacional populismo se ha dejado caer sobre la autonomía del Poder Judicial. De manera imprudente, se pretende descabezar el sistema jurisdiccional mexicano para sustituirlo por un conjunto variopinto de abogados ineptos pero populares, sobre todo ante los poderes fácticos y el partido en el poder. Muchos especialistas ya lo han dicho: el problema de la justicia mexicana no se ubica mayormente en los tribunales federales, sino en los sistemas de procuración de justicia, la corrupción de las diferentes policías (incluyendo a la militar Guardia Nacional), y la cultura ciudadana que ha normalizado las perversiones y vicios de un arraigado entendimiento con las autoridades en todos los niveles.

Más desatinos nos esperan desde el poder totalitario: la militarización de la seguridad pública, la desaparición de los organismos federales y locales autónomos, y la eliminación de los diputados de representación proporcional (lo que implica en la práctica la extinción de las minorías). Más los golpes al federalismo con medidas como la absorción de los OPLE (Organismos Públicos Locales Electorales), la imposición de una composición única de los ayuntamientos a nivel nacional, la desaparición de los tribunales electorales locales, etcétera.

El orden democrático que se construyó a lo largo de los 30 años del aborrecido “neoliberalismo” está a punto de desaparecer. Las generaciones que nacimos en los años del autoritarismo diazordacista o del populismo echeverriista somos los más alarmados: recordamos muy bien las fauces del lobo corporativista, el “ogro filantrópico” con su “presidencia imperial”.

La transición democrática mexicana se inició a fines de los setenta, y fue resultado de las exigencias de los jóvenes de entonces, las víctimas del 68. Pero fue por el sismo de septiembre de 1985 que nació la sociedad civil organizada, movilizada y concientizada, y eso aceleró la transición en los noventa. Todo eso está por perderse…


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