Gobierno y libertad de expresión

  • Columna de Marco Antonio Zavala Arredondo
  • Marco Antonio Zavala Arredondo

Ciudad de México /

La fórmula empleada por el artículo sexto constitucional es inequívoca en cuanto al reconocimiento al derecho a la libre expresión de las ideas: es terminante la prohibición de enderezar, con motivo de la manifestación de las ideas, algún procedimiento administrativo o judicial, salvo que, mediando el debido proceso y siempre ex post, exista un ataque a la moral, a la vida privada o los derechos de tercero, se provoque algún delito o se perturbe el orden público. El mismo precepto, después de proclamar que el derecho a la información debe ser garantizado por el Estado, reconoce igualmente el derecho al libre acceso a la información plural y oportuna, así como a buscar, recibir y difundir información e ideas de toda índole por cualquier medio de expresión.

¿El Estado cumple su obligación de respetar la libertad de expresión evitando incurrir en censura previa o atribuyendo responsabilidad de algún tipo (civil, administrativa o penal) exclusivamente respecto de supuestos de hecho que se adecuen a los casos limitados por el texto constitucional? La respuesta es negativa. El reconocimiento de los derechos de información y expresión, en conjunción con los deberes de protección establecidos en el artículo 1º de la Constitución para todos los derechos humanos, comportan mayores cargas para el Estado y sus agentes.

Efectivamente, garantizar los derechos humanos reconocidos por el ordenamiento implica mucho más que cumplir con la conducta que normalmente es esperada por parte del aparato estatal, pues se requiere, además, que este genere, en caso de ser necesario, las condiciones fácticas y normativas para que las personas se encuentren en condiciones óptimas para el ejercicio del derecho de que se trate.

Por lo mismo, las autoridades no deben dificultar innecesariamente, ni mucho menos impedir, la posibilidad de que sean escuchadas aquellas personas interesadas en expresar sus puntos de vista, particularmente cuando la materia de las opiniones versa respecto de temáticas de interés público.

Desde el 30 de junio pasado, se incorporó el segmento “Quién es quién en las mentiras de la semana”, en las conferencias mañaneras de la Presidencia de la República, que, como política informativa pública, parece no ser consecuente con los deberes que pesan sobre el gobierno para promover y garantizar la libertad de expresión. Como es sabido, en esa sección se ofrece una especie de fact-checking, es decir, verificación de la información publicada en medios convencionales y digitales, con el ánimo de contrastar o refutar las afirmaciones que se consideren inexactas o, de plano, falsas.

Si resulta cuestionable que sea el poder público quien realice esta función de verificación, lo que de plano no encuentra cobertura jurídica alguna es la descalificación, no ya de hechos o datos duros, sino de las opiniones emitidas por periodistas, analistas e, incluso, personas desvinculadas del ejercicio profesional o remunerado de la actividad. Es ampliamente conocido que las opiniones, en cuanto reflejan la particular cosmovisión de quien la suscribe, no son susceptibles de ser controladas en términos de veracidad. A diferencia del gobierno, que debe sujetar su actividad comunicativa a los parámetros constitucionales (oportunidad, objetividad, precisión, etc.), las y los particulares no deben sujetar sus pensamientos y creencias a cierto tipo de cánones. Consecuentemente, salvo que las opiniones perturben alguno de los bienes o derechos a los que se refiere la Constitución, no son susceptibles de ninguna clase de reproche por parte del Estado y sus distintas instancias.

El impedimento no debe limitarse solamente a los procedimientos formales indicados por la Constitución (judiciales y administrativos). El gobierno no puede evadir las exigencias impuestas por el orden jurídico, mediante subterfugios equivalentes a procedimientos judiciales o administrativos, pero que en última instancia constituyen una acción estatal invasora e inhibitoria de las libertades que está obligado a promover y garantizar. Por ello, aun cuando no se esté en presencia de lo que la ley califica ordinariamente un acto administrativo, si la actividad de la autoridad produce la lesión de bienes y derechos protegidos por el orden jurídico, debe acudirse a una lectura funcional y finalista de las disposiciones constitucionales y legales aplicables, de tal suerte que estén expeditos los mecanismos de defensa para reparar la violación cometida.

La infracción de los deberes estatales que derivan de las libertades de expresión y de comunicación, debe ser susceptible de ser controvertida a través de las vías de defensa judicial igualmente establecidas por la Constitución e, incluso, mediante la exigencia de la responsabilidad atribuible al Estado por los daños que, con motivo de su actividad administrativa irregular, se causen a los bienes o derechos de los particulares.

Marco A. Zavala Arredondo*

*Jefe de oficina de la Secretaría Ejecutiva del INE

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