El primero de julio pasó, pero el clima de polarización en la discusión pública no parece amainar. Y seguramente continuará así.
Parte del encono viene de las percepciones de quienes pertenecen a cada bando: los que apoyan al triunfador electoral y quienes no concuerdan con su discurso. Sobre todo los más radicales en cada facción.
Durante las elecciones, los lopezobradoristas presentaban a su candidato como la única opción posible, que traería automáticamente la solución a todos los graves problemas nacionales. Los antilopezobradoristas, por su parte, advertían sobre la amenaza de un populismo demagógico y autoritario que convertiría al país en una “Venezuela del norte”.
Ambas visiones, por supuesto, son exageraciones llenas de inexactitudes, sobresimplificaciones y francas mentiras. Pero ambas tienen también rastros de verdad.
Dado que, por desgracia, no nos vamos a poner de acuerdo, convendría al menos tratar de recordar que en una democracia funcional —que es lo que, por sobre todas las cosas, queremos mantener en nuestro país— uno de los principales requisitos es aprender a tolerar, respetar y defender el derecho de los demás ciudadanos a discrepar de nuestras opiniones.
Al respecto, vale la pena recordar que la mente humana está sujeta a diversos sesgos cognitivos que hacen que, aunque creamos percibir la realidad de forma confiable y objetiva, y basar nuestros juicios en “los hechos desnudos”, en realidad tendemos a interpretar las cosas de forma que coincidan con nuestras creencias, prejuicios e ideología. A continuación, tres importantes sesgos cognitivos:
1) El sesgo de confirmación: inevitablemente, tendemos a conceder más atención e importancia a los hechos que coinciden con lo que esperábamos, y a ignorar o desdeñar los que contradicen nuestras expectativas. Así, quienes apoyan al cuasi-presidente electo destacan sus aciertos e ignoran, niegan o justifican sus posibles fallas, mientras que sus detractores niegan cualquier posible acierto y magnifican cualquier error o incongruencia en su discurso.
2) El efecto de “tiro por la culata”: cuando tenemos convicciones muy arraigadas, tendemos a defenderlas incluso ante la información confiable que las contradice. Es por eso que las discusiones sobre política suelen no llevar a ningún lado.
3) El efecto Dunning -Kruger: la inteligencia de los individuos varía. Pero curiosamente, las personas menos inteligentes suelen pensar que son más inteligentes de lo que son en realidad, precisamente porque carecen de la inteligencia suficiente para darse cuenta de sus limitaciones. Por el contrario, los más inteligentes subestiman su propia inteligencia, creyendo que todos son como ellos. Gracias a esto, es frecuente que personas intelectualmente limitadas, pero que argumentan de manera más vehemente, radical e intolerante, logren dominar las discusiones, mientras que quienes entienden mejor las cosas prefieren quedarse callados.
Quizá, si tomamos en cuenta estas debilidades de la mente humana a las que todos estamos expuestos, podríamos generar un clima de discusión política menos encarnizado y más productivo, donde el objetivo fuera no ganarle al otro, sino avanzar de forma colectiva para el bien común.
Claro: ¡luego tendríamos que convencer a los políticos de que hicieran lo mismo!
mbonfil@unam.mx