Las acciones políticas implican más que hechos observables desde lo pragmático, su instante y consecuencias. Son el último síntoma de la concepción que gobiernos y sociedades tienen del mundo y de su realidad.
Este año, bajo distintas maneras, desde el voto individual en no pocos países a las decisiones en varios de ellos, vimos la apuesta por abandonar el consenso formulado a lo largo de décadas hacia los elementos de la razón política. Construcciones donde el relato desplazó casi por completo el entendimiento común de los principios democráticos, de los derechos humanos, de la legalidad, de la dignidad, la verdad común y, en buena medida, del siglo XX.
La primera cuarta parte de este siglo ha sido la batalla cultural en contra de los aprendizajes del previo, despreciando los saldos de sus peores errores.
Una misma lógica se expresó en el regreso de la Trumpamérica, la vuelta a la hegemonía partidista en México, el avance del nativismo europeo, la exaltación de la violencia identitaria, el rompimiento de los acuerdos de organización a través de la división de poderes, el respeto a minorías, la aspiración a la convivencia democrática.
La evolución del pensamiento político obliga un recorrido por la historia más amplia. Hace tiempo, transitamos de la religiosidad a la filosofía y más tarde, a la política civil para comprender cómo nos administramos. Pasamos del mito y el relato a la razón, como vía argumentativa para la toma de decisiones. La lógica del cuarto de siglo va invirtiendo el proceso.
La laicidad de la verdad, incluso antes de desarrollar la laicidad misma, se convirtió en el principio rector de la edad de la razón. Ese fue uno de los componentes en los orígenes de la filosofía.
Hoy, como hace mucho no ocurría, ese principio cambió las creencias dogmáticas para adentrarse en las propias de la identidad política que se comporta en una línea similar a los procesos religiosos. La verdad, aceptada tal por quien la afirma, sin importar algo más que la identidad del emisor es la decantación por la realidad subjetiva.
En cambio, la racionalidad rechaza el mito; reconoce la realidad objetiva. Para llegar a ella, buscamos la correspondencia de las normas discursivas, el significado común de las palabras.
La aplicación de la democracia tendrá sus variaciones territoriales, pero no admite su relativización en nombre de un solo grupo a costa de los demás. La dignidad de las personas es una, indisociable de los derechos humanos y el rechazo a la barbarie.
Casi un cuarto de siglo y hay quien pone en duda o matiza el horror de Medio Oriente, de la guerra en Ucrania, regatea la condición de los migrantes, la situación política en Venezuela, Cuba o Nicaragua.
En México, venimos de un lugar tan mediocre que los cambios conceptuales con implicaciones prácticas dan la impresión de no tener gran efecto. Jueces electos por voto popular; enviados oficiales a la nueva toma de posesión de otro autócrata; mayorías legislativas dedicadas a la imposición de verdades incapaces de sostenerse fuera del marco identitario. No es necesario que el último año del primer cuarto de siglo lo dediquemos a estirar aún más la cuerda que nos sostiene.
Mis mejores deseos para el 2025.