Armando González Torres (Ciudad de México 1964) reúne algunas de sus columnas “Escolios” que publica en el suplemento Laberinto de Milenio, ese espacio lo dedica a disertar sobre literatura o filosofía, sin que se trate de novedades literarias o de los títulos más comentados. Son reflexiones atemporales y eso le da mayor libertad al autor para abordar prácticamente cualquier tema.
Esta recopilación, a caballo entre el artículo de opinión y el ensayo breve, remite a un registro de afinidades. El volumen está dividido en dos partes: Libros alegres y Lecturas tónicas. La primera sección —que da nombre al libro— está enfocada en hablar de filósofos que exhiben virtudes y defectos de la condición humana. Como dice la frase de Terencio: “Nada de lo humano me es ajeno”. Por ejemplo, caminar es un acto que lo lleva a repasar en este ejercicio que combina la capacidad de autonomía con el pensamiento, pues no sólo es un llamado al movimiento sino que intercala la posibilidad de establecer monólogos con nosotros mismos. No en vano los peripatéticos desarrollaron esta actividad, lejos de ser marchistas pero más cercanos al estudio de la naturaleza y la ética. Aunque la caminata que le interesa al autor es unipersonal, tarde o temprano terminará compartiendo una reflexión. Porque la caminata “funde la actividad física con la máxima concentración, permite entrenar los sentidos en los más variados paisajes y terrenos y propicia que los pies ayuden a elevar el espíritu”, y aquí sus pasos se dirigen al sociólogo francés David Le Breton en Caminar, un elogio.
Comparte que Le Breton rehace la relación del caminante con el tiempo, “la experiencia del silencio, el canto o el diálogo entre caminantes; la exposición de las sorpresas del clima; la sensación de libertad, zozobra y aventura que depara el nomadismo anónimo”, como una manera de establecer un enlace con el entorno.
En ese sentido, el texto en donde se centra la poética de estos Libros alegres es “Caminar”. Imagino a Armando González Torres deambulando por la ciudad y el campo, como una antesala o entrenamiento, antes de sentarse a escribir. Es un preludio de que la escritura va a fluir, pues las ideas ya se cavilaron durante el paseo; herencia también de Baudelaire con la ineludible imagen del flaneur. Teofrasto formó parte de este grupo de observadores diletantes, y Antonio Machado lo sabía con su caminante no hay camino, porque se hace camino al escribir.
Volviendo a Le Breton, él recuerda que Werner Herzog, en los años setenta, se enteró que una amiga estaba enferma en París, y decidió ir caminando de Munich hasta la capital francesa, como una especie de manda —o tal vez aceptación. La actitud de Herzog recuerda a los peregrinos de cada 12 de diciembre a la Villa o a los que emprenden el Camino de Santiago, en España.
En sus andanzas el escritor se acompaña de Marc-Alain Ouaknin autor de Biblioterapia y Elogio de la caricia; de Philippa Foot y su Bondad natural; de Irene Vallejo y su Infinito en un junco; de Pablo D’Ors y su Biografía de la luz; de Chantal Maillard en su mirada hacia Oriente vertida En las venas del dragón. Confucionismo, taoísmo y budismo; de Richard Sennet, autor de El artesano; de Béla Hamvas en La filosofía del vino; de Barbara Ehrenreich en Una historia de la alegría. El éxtasis colectivo de la Antigüedad a nuestros días; de Arabella Kurtz y J. M. Coetzee en El buen relato; de Remo Bodei en Imaginar otras vidas. Realidades, proyectos y deseos y por Robert Nozick en Meditaciones sobre la vida.
Cabe distinguir que no se trata de libros de superación personal, de esos saturados de lugares comunes y vacuos, sino de títulos que invitan a especular, al estilo de Montaigne, repasos de la modernidad y el futuro de los seres humanos.
La segunda parte tiene que ver con una suerte de gimnasio dedicado a la creatividad. Las “Escrituras tónicas” son ejemplo de cómo los escritores y personajes notables abordaron un determinado tema que los condujo a ser un guía en la materia. Pueden leerse como aprendizajes, experiencias, consejos, testimonios, aciertos. Los entrenadores van desde La Rochefoucauld, Blaise Pascal, Samuel Johnson, William Hazlitt, Giacomo Leopardi, Charles Dickens, Henry David Thoreau, Remy de Gourmont, Jules Renard, Karl Kraus, Antonio Machado, Elías Canetti, Albert Camus, Thomas Merton, Julio Ramón Ribeyro, Oliver Sacks, Lucia Berlin, George Steiner hasta Roberto Calasso. Cualquier autor querría tener una tarde de gimnasio narrativo con alguno de ellos.
“Si uno se detuviera en cada uno de esos rincones y leyera cada una de las obras, tendríamos un proyecto de lectura de enormes dimensiones que nos conduciría si no a la felicidad, sí, lo digo con certeza, a la serenidad y al placer de la lectura, que nos brinda la ilusión de hacernos comprender el mundo”, escribe José Antonio Lugo en el prólogo del libro.
Quizá los libros son alegres porque se practica el paseo interior como un pasatiempo: se frecuenta el ejercicio confesional, reflexivo y crítico; y así fluye la libertad. El objeto de estudio de González Torres son autores y sus divagaciones; periplos donde avanza y desanda sobre sus huellas, y a veces trota al amparo de Montaigne y de los ensayistas ingleses. El monólogo literario se construye en zigzag, aunque retrocede, vacila y desanda porque así somos los seres humanos.
Aquí no hay espacio para los autores inundados de adjetivos grandilocuentes y escaso sentido crítico; tampoco para quienes ponderan la violencia o hacen alarde de huecas modas literarias.
Los lectores somos alegres cuando los autores nos tratan de manera inteligente, como lo hace Armando González Torres.