Cartas a Ricardo. Rosario Castellanos. Colección Vindictas, UNAM. México, 2024.
Uno de los centros posibles para entender la labor literaria de Rosario Castellanos (1925-1974) está en el capítulo XXVIII de Oficio de tinieblas (1962), una de sus novelas menos visitadas. Ahí, en un par de páginas, expone su relación compleja con ese ente que el feminismo actual ubica como el patriarcado; es decir, el padre y con él los hombres. “El padre, al que estaban sujetas y del que heredaban un apellido, una situación, una norma de conducta.// El padre, dios cotidiano y distante cuyos relámpagos iluminaban el cielo monótono del hogar y cuyos rayos se descargaban fulminando no se sabía cómo, no se sabía cuándo, no se sabía por qué.// El padre, ante cuya presencia enmudecen de terror los niños y de respeto los mayores. El padre, que se desata el cinturón de cuero para castigar, para volcar sobre las mesas el chorro de monedas de oro.// El padre, que bendice la mesa y el sueño, el que alarga su mano para que la besen sus deudos en el saludo y en la despedida.// El padre que, una vez, te sentó en sus rodillas y acarició tu larga trenza de adolescente. Entonces te atreviste a mirarlo en los ojos y sorprendiste un brillo de hambre o un velo de turbación, que te lo hizo próximo y temible y deseable” (Obras I, FCE, pp. 629-630).
Dice aún, una página más adelante: “Tal es el hombre al que debes asirte, hiedrezuela” (p. 631).
A medio siglo de su muerte accidental y temprana, y a un año de que se celebre el centenario del nacimiento de Rosario Castellanos, es aún de lamentar cómo un camino brillante en la literatura encontró su tope cuando era un universo en expansión. Había concluido ya su ciclo chiapaneco, que está conformado por dos novelas, Balún Canán (1957) y Oficio de tinieblas (1962), y un par de volúmenes de relatos, Ciudad Real (1960) y Los convidados de agosto (1964), y se perfilaba hacia una narrativa más urbana y cosmopolita, como se ve en los cuentos de Álbum de familia (1971) y se descubrirá después, al publicarse de forma póstuma, en Rito de iniciación (2012), novela situada en la Ciudad de México y que relata la vida de Rosario Castellanos, como ficción pero en clave autobiográfica, como estudiante universitaria.
Si se quisiera terminar el rompecabezas (acaso forzando una construcción que terminará para siempre inconclusa), una posible continuación del proyecto narrativo serían las Cartas a Ricardo (1994), al leerlas como una novela epistolar de una sola voz, que refieren su historia con el filósofo Ricardo Guerra de 1950 a 1967; y una suerte de colofón se encontraría en las Cartas encontradas (2022), correspondencia con su amigo Raúl Ortiz y Ortiz, misivas en las que por momentos hace ajustes de cuentas con Guerra y describe los avatares que implicó su divorcio, pero sobre todo refiere una transformación, un cambio de piel, del que empezaba a surgir otra literatura…
Rosario Castellanos comentaba, a comienzos de los años setenta, haber experimentado la inexistencia total. “Ahora emerjo de ella pero soy otra, un poco tambaleante todavía, bastante despistada pero que empieza a encontrar sus centros de gravitación” (Cartas encontradas, p. 97).
Ahí donde se detiene el monólogo con Guerra, en el año 1967, la autora encuentra a un interlocutor amigo que la acompañará en lo que le resta del camino.
Y no se ha hablado aquí del resto, que son la poesía, los ensayos y los artículos periodísticos, escritos en los que siempre Rosario Castellanos mantiene el control de su pluma, prácticamente sin desmayos.
La nueva edición de las Cartas a Ricardo, ahora en la serie universitaria Vindictas, añade al prólogo de Elena Poniatowska y la nota como editor original de Juan Antonio Ascencio (en la que éste da fe de que “las cartas se reproducen con cabal respeto a la integridad del texto”), un ensayo introductorio de Sara Uribe, responsable de la Cátedra Rosario Castellanos en la UNAM, para quien el epistolario de la autora chiapaneca es una victoria y una rebelión… Lo serán aún más si seguimos en diálogo constante con ella.