Cada vez que uno de los títulos de Mariana Enríquez (Buenos Aires, 1973) llega a las librerías, llama la atención por varias razones. Es una narradora que no traiciona sus ideales, sino que toma el impulso necesario para que sus historias —ya sean cuentos o novelas— arriben a un puerto seguro; eso de traicionar sus ideales podría entenderse como el riesgo de hacer libros por encargo, de publicar más por contrato que por convicción. En el caso de Enríquez estamos ante una autora con un sólido estilo literario, con una poética que persiste en denunciar la violencia hacia las mujeres, la destrucción del medio ambiente, el maltrato hacia los animales y la descomposición social.
Desde su perspectiva los seres humanos se fragmentan, se caen a pedazos de forma física o espiritual, a causa de sus errores. Ella aborda situaciones inquietantes, parte de la realidad para llegar, con pasos firmes, a la ficción.
La metáfora de la realidad se teje en medio de la modernidad y el desasosiego que se vive en varios países de América Latina, específicamente en Argentina. En apariencia algunos de sus personajes son seres con un defecto físico o alguna enfermedad mental no del todo comprensible; otros provienen de sueños, de imágenes confusas que, invariablemente, ponen en riesgo la tolerancia, la tranquilidad y la vida de los demás; otros más emergen de un plano más allá de lo terrenal. Su escritura mantiene ciertos lazos en común con Poe, Quiroga, Dávila, Piñera y Piglia. Aunque siempre están presenten esas evocaciones a Ballard, Lovecraft, Harrison, King, Ligotti, y habría que añadir McCarthy, Davis y Kerouac como se palpa en este libro de relatos.
Enríquez admira a Kerouac por varias razones. La primera de ellas radica en la oposición a lo convencional, acaso por la estridencia, por llamar la atención del lector para denunciar un problema social. No cualquiera pudo haber sido un beat, menos un ideólogo del movimiento, pues debía tener muy claro el momento en que iba a provocar un choque de trenes, como lo hizo Ginsberg en la frase que se refiere a América y a la bomba atómica: “América, jódete con tu bomba atómica”. Así imagino a Enríquez, con esa fuerza en sus textos para denunciar lo atroz y podrido de una sociedad que no escucha a las víctimas, no atiende los problemas sociales y vive anestesiada.
No es ninguna casualidad que la escritora argentina se fije en Kerouac porque él es el ideólogo, quien proporciona las bases de lo que significa ser beat, en donde se hablaba de una liberación sexual que incluye al movimiento gay, a la población afroamericana y a las mujeres; están a favor de la despenalización de la mariguana y otras drogas; muestran una conciencia ecológica, impulsada por Gary Snyder; rechazan la civilización de la máquina militar-industrial; proclaman la libertad y la eliminación de la censura; piden respeto por la Tierra y las poblaciones indias de Norteamérica; advierten en el rhythm and blues y el rock and roll formas superiores de arte, como lo demostraron Los Beatles y Bob Dylan. Acerca de las drogas, Ginsberg asegura que ya para 1958 coincidieron en que el peyote y otras sustancias psicodélicas no eran la realidad suprema sino “catalizadores para evocar hasta cierto punto una mentalidad eterna, pero no una conclusión satisfactoria de la búsqueda”. Hasta el momento desconozco si Enríquez se ha pronunciado a favor de alguna de estas substancias; sin embargo, la música, en particular la de Nick Cave, le llama la atención. Podría decirse que en ese camino va su búsqueda, considerando que la música de Cave se caracteriza por un lirismo oscuro y su interés hacia lo violento y lo erótico.
Kerouac da cuenta de dos estilos entre los jóvenes, dos bandos aparentemente irreconciliables: los hipsters o los beatsters. Mientras los hipsters eran tranquilos, barbudos y lacónicos, por su arte, los beatsters eran ardientes, eran schlerm (palabra inventada por él). No obstante, existía una connotación que denigraba a los beat, Kerouac estaba consciente de que se les relacionaba con la pobreza, la depresión, la tristeza y que eran vistos como indigentes. Mas los escritores le dieron otra referencia a la palabra, la relacionaron con el sentido de una revolución a las costumbres en Estados Unidos. Los beat colocaron en tela de juicio la doble moral de la sociedad. Y, en ese mismo tenor, la novelista argentina desde su trinchera también contribuye a mostrar esa ambigüedad. Su voz enfática, no titubea al describir el terror, al abordar una violación o los feminicidios; a veces con ayuda de la metáfora, otras con un tono realista que deriva en una denuncia social, Enríquez no pierde la oportunidad de conciliar sus intereses: los fantasmas, la realidad, la violencia ejercida contra los animales y grupos minoritarios como las mujeres, los migrantes, las personas de la comunidad LGBTIQ.
En el relato inicial del libro “Mis muertos tristes”, se narra que una doctora puede ver a algunos difuntos: primero a su madre que murió con dolores terribles por el cáncer, luego a tres adolescentes que fallecieron en un accidente y así se van sumando muertos. La protagonista reflexiona: “Los muertos tienen suerte de no ver cómo se descomponen. Incluso los fantasmas”.
Para “Los pájaros en la noche”, la autora imagina que las aves en realidad son mujeres que han recibido un castigo. Su falta radica en la desobediencia, la mala conducta o el amor desesperado, por esos motivos se les transforma. Una mujer, de rostro deforme, es quien describe los hechos.
Luego tiene lugar la vida de “Julie”, una joven corpulenta que tiene un aspecto desagradable. La narradora es la prima de Julie, quien cuenta los problemas que existen entre su padre y la mamá de Julie, los hermanos discuten y se mantienen aislados; la relación entre ellos es tensa hasta que la joven llega a Argentina con la posibilidad de ser tratada por especialistas, pues sólo se sabe que tiene sexo con espíritus.
En “Metamorfosis”, se habla del deterioro del cuerpo, de la enfermedad asimilada como la pieza clave de una transformación no deseada pero que, por extraño que sea, resulta atractiva. La idea de algo monstruoso surge en varios de sus cuentos. Borges, citado por José Emilio Pacheco en sus conferencias sobre el autor de “El Aleph” —recopiladas por Editorial Era y El Colegio de México— recuerda el origen de la palabra monstruo, que quiere decir “lo que se muestra”. Pacheco refiere que “monstruo es el milagro, la maravilla, el portento, lo que está fuera de lo común. De ahí el elogio de Lope de Vega: ‘monstruo de la naturaleza’”. Y enfatiza que sólo “en segunda y contradictoria acepción, ‘monstruo’ es ‘persona, animal o cosa antinatural, contrahecha o deforme’”.
Mariana Enríquez, con estas historias, confirma que su prosa cuenta con la fuerza necesaria para seguir adelante, sin concesiones de ninguna especie. Pocas autoras como ella logran la claridad y la armonía en sus relatos, además de que no dejan de ser desoladores.