José Agustín, La tumba. Edición conmemorativa, Alfaguara, México, 2024, 308 pp.
No hay escritor mexicano nacido en la segunda mitad del siglo XX —no debería haberlo— que se niegue a reconocer una o varias regiones de influencia en su ejercicio literario de parte de la obra antes publicada por José Agustín (1944-2024).
Como tampoco lector, ubicada en cualquier fecha su acta de nacencia, que no se haya regocijado con cualquiera de las creaciones agustinianas —dispersadas a lo largo de seis décadas— desde que a sus veinte años (1964) nuestro autor publicara la novela La tumba.
Nuestro autor, nunca mejor dicho.
Cómo empezar a leer a José Agustín, cómo, volver a hacerlo.
Respondo rápido.
Con La tumba, novela corta, la primera agustiniana, donde el escritor inauguró ese estilo narrativo para mostrar la realidad —especialmente la juvenil y urbana— rompiendo con las maneras que hasta entonces tutelaban la construcción de la literatura contemporánea mexicana.
Novela que ahora —¡vaya obsequio de fin de año!— se encuentra disponible en librerías en una edición conmemorativa que incorpora prólogo de Brenda Navarro, semblanza de Leopoldo Lezama, testimonios recopilados por Dalila Carreño, crónica de Daniel de la Fuente y fotografías del autor y de facsímiles de sus manuscritos.
Libro que se festeja por sí mismo, a sesenta años de aparecido originalmente en el sello artesanal que concibió el gran Juan José Arreola, y también un homenaje a ese autor “leído por legiones” y desaparecido justo en el año que termina.
Ahora sabemos —y mucho de ello refrendan los testimonios de Margarita Bermúdez, Elsa Cross, Hilda Ramírez, Enrique Serna, Alejandro Ramírez, Sara Sefchovich, Margarita Dalton, Yuri Herrera, Leticia Araujo y Rosario Casco— que La tumba tiene como antecedente el texto “Tedio” que José Agustín venía pergeñando desde sus 19 años.
Preparatoriano, el autor asistía a un taller literario dirigido por Arreola, donde se reunían otros jóvenes como él, y que luego serían también escritores: Vicente Leñero, José Carlos Becerra, Juan Tovar, Tita Valencia, Hugo Hiriart, Federico Campbell, Gerardo de la Torre, Alejandro Aura, Elva Macías, Jorge Arturo Ojeda y más.
La altísima sensibilidad de Arreola —por esas fechas publicaría La feria— y la también desbordada pasión por la artesanía editorial se tradujeron en la incitación a que aquel joven siguiera escribiendo.
“Sabe qué —le habría dicho el maestro al alumno— su texto está muy interesante, ¿por qué no se viene a trabajar aquí conmigo y arreglamos esto? Hay que revisarlo”, rememora Margarita Bermúdez, pareja de José Agustín desde entonces y hasta su final.
El texto fue leído y releído en el taller y revisado por su autor hasta firmar su colofón.
En una página de esta nueva edición se lee:
“La tumba fue terminada el 17 de julio de 1963 a las 03:07, cuando fue escrito el último anexo. El resto fue terminado el 25 de abril de 1961”.
Antes de su presagioso comienzo, la voz del joven Gabriel —“Miré hacia el techo: un color liso, azul claro. Mi cuerpo se revolvía bajo las sábanas. Lindo modo de despertar, pensé, viendo un techo azul. Ya me gritaban que despertase y yo aún sentía la soñolencia acuartelada en mis piernas”— la novela está dedicada A Juan José Arreola.
Con un gran número de lecturas especializadas, La tumba permanece como un libro constantemente reeditado, es decir, profusamente leído, y en las voces recuperadas está el ejemplo de su fuerza y permanencia —si bien sus acercamientos sean distintos, desde el sociológico de Sefchovich hasta el familiar de Hilda y Alejandro Ramírez, pasando por el referencial de Serna— especie de advertencia de la ocurrido en torno a la juventud mexicana y del mundo en el año 1968.
Tal vez lo dicho por Cross amalgame todos los registros.
“La vigencia de La tumba y de los demás libros de José Agustín yo siento que se debe a la forma en que presentan una visión de la realidad muy directa y muy fresca, despojada de convencionalismos e hipocresías, y que al mismo tiempo no trata de estar dando lecciones ni de postularse como la única visión posible. El lenguaje directo, las mentadas de madre y los constantes albures resultaban muy inusuales y refrescantes, y tal vez fueron el elemento más corrosivo para desvirtuar, aun involuntariamente, muchas construcciones monolíticas y solemnes de la literatura del momento. Abrió muchísimas vías a la narrativa posterior”.
Pero, bueno, bien puede ser La tumba el mejor obsequio lector —a los nuestros y a nosotros mismos— para estos últimos días de 2024.