Creo haber entendido que, para la narradora oaxaqueña Karina Sosa (1987), dos novelas y dos antologías de lo que se ha producido recientemente por la región en su haber, la literatura encarna algo así como una casa.
Un espacio, grande o pequeño, luminoso o tenue, relajante o sacudidor, que se construye para estar ahí.
Y, una vez alcanzado el objetivo, sostenido el faro, desplegar la historia.
La propia y de nadie más, aun cuando la misma involucre a otras personas, incluso a una comunidad entera.
Esa comunidad se llama Oaxaca.
El tiempo en el que se ubica, uno no muy alejado, por ahí de 2006.
La novela que los recupera, la segunda de Karina Sosa, Orfandad.
Una narración en dos planos que va anudando la visión de una niña, después adolescente, por último adulta joven, acerca de su entorno familiar y social en los tiempos más críticos y violentos del anciano régimen, en franca descomposición.
Historia que cuenta los excesos del caciquismo político en la coyuntura del surgimiento de una insurrección popular.
Orfandad para un pueblo diverso y milenario asentado en la región, “Oaxaca y sus contradicciones y su belleza, sus nubes, los árboles, el agua, la minería: el extractivismo, la explotación, la pobreza y las quejas”.
La Oaxaca en la que la mayoría de su población se lanzó a las calles para apoyar las demandas de la llamada APPO.
Casi una guerra civil.
Movimiento de barricadas y cocteles molotov, “de la multitud ansiosa que tenía ganas de quemarlo todo”, y de violentas represiones y persecuciones de parte de la autoridad estatal, “necesitamos que este desmadre se acabe ya. Vamos a pensar en quebrar a cada uno de esos pendejos”.
Experiencia histórica por demás traumática, “asesinatos y desapariciones, encarcelamientos, persecuciones y torturas que no han sido castigados pues no hay castigo suficiente”, narrada por la frágil Karina de Orfandad, hija del dirigente más visible del movimiento insurrecto.
Revelación de los miedos de una narradora en primera persona “¿cómo podemos mapear el dolor?”, que no olvida en ningún momento su pertenencia a unas tradiciones atávicas y al eterno conflicto entre hijos y padres y al igualmente lejano y desventurado sino del rompimiento familiar, tan recreados en las literaturas de todos los tiempos.
“Mis padres se amaron en una época de penurias. Se amaron cuando el hambre, cuando no había una casa y eran peregrinos, cuando los unía el deseo de conocer el mundo juntos. Como nómadas ilusionados con llegar a un paraíso. Se amaron durante muchos días y meses y años. Luego el tiempo lo desmoronó todo”.
La atrocidad instalada en la ciudad, “fuego, basura, humo, inconformidad”, que extenderá sus garras hasta la reclusión del líder de las protestas, tan cercano a Karina, “¿cuéntame cómo está el cielo allá afuera?”
“¿Qué hacíamos en esos días?”, se preguntará Karina. “¿Quién era yo? ¿Y si yo era el hueco? ¿Y si yo era el abismo?”
Más adelante, ayudada por Lucrecia, una misteriosa mujer de cuyas manos “brota fuego”, Karina comprenderá.
Los padres tropiezan.
Son carne y deseos.
Los padres son hombres y mujeres simples.
Envejecen al mirar a los hijos.
Se van desvaneciendo.
Lo peligroso es repetirlos, cargar con sus culpas en nuestras espaldas.
Perdona si te hicieron daño con sus olvidos, con sus omisiones.
(Reflexiones emparentadas con las de la francesa Laurence Debray (hija del mítico Régis) autora de Fille de révolutionnaires.
¿Un apellido implica valores?
¿La filiación supone obligaciones?
Toda pertenencia es una cárcel; toda leyenda una servidumbre.
Cómo agradecerle a Karina Sosa la escritura y publicación de esta Orfandad.
La revelación de “su” historia.
Cómo reconocerle la casa que se construyó, ahora convertida en una novela de puertas abiertas donde, quiero creer, existe un huequito para nosotros.