Años atrás un distinguido investigador de la Universidad Veracruzana propuso una tesis muy llamativa. Palabras más, palabras menos afirmó: “Al país lo salvaran las colectividades, no el gobierno, no los empresarios, no los hombres ‘fuertes’, no los grupos quienes dan pena en este país sean políticos, sindicatos, empresarios…”.
En la conversación surgió la pregunta: ¿Cuáles colectividades pueden surgir en este país? Entre los distintos conversadores aparecieron diversas respuestas e ideas. ¿Pueden surgir partidos políticos? Viven del gobierno y no tienen autonomía. ¿Los sindicatos? Mientras no se sepa de las cuotas sindicales, a dónde se van y de que montos son, no habrá capacidades para el cambio. ¿Las instituciones autónomas, de verdad son autónomas? ¿Se puede pensar en organizar al país desde la idea de un colectivismo? Los ejemplos de la historia dejan claro que esta idea en la realidad se vuelve un motor de la desigualdad. Por último, apareció la idea, frecuente en esos tiempos: El país lo salvarán los ciudadanos. Y la cuestión decisiva ¿quiénes y cómo?
Hoy es evidente lo difícil de recurrir a la ciudadanización para planear, decidir y ejecutar por ciudadanos organizados aquellas tareas y acciones dirigidas a mejorar el país. Ciudadanos los hay y en número grande y a ratos con mucho vigor. Sin embargo, los hechos muestran que solo el fervor ciudadano no resuelve cuestiones clave del malestar que aqueja al país. Y menos en estos años recientes dónde el gobierno actuó como si fuera capaz, sólito, de salvar al país, con base en una entelequia: El pueblo salvará al país. Hasta el momento no ha sido posible, pues las “enfermedades” del país ahí están. Todos los días periódicos e informativos nos dan la cuenta de enfermos y sus males.
Por otra parte, es curioso cómo en aquella conversación “veracruzana” no surgió la educación como salvadora del país. Quizá porque se piensa, con frecuencia, en la dificultad de ofrecer una educación libertaria en un país plural, desigual y múltiple, quizá porque no hemos caído en cuenta de cómo “hacer educación liberadora” tal como nos enseñó Paulo Freire.
Sobre ese punto “educación”, es clave reconocer los hallazgos de la investigación de la acción educativa desde diversos ángulos y puntos de vista: Sociológico, Psicológico, Biológico y Antropológico, al menos. De hecho, los científicos estudiosos de la educación y sus diferentes realidades han producido una enorme cantidad de resultados que demuestran la complejidad de educar, y al mismo tiempo la importancia de constituir el acto educativo a partir de la vida de las personas, sean pequeños o grandes en edad, muchos o pocos, sean solitarios o en grupo, y se enfocan a comprender el país y sus males para aplicar lo aprendido en soluciones de nuestros males. Lo lamentable está en el enfoque liberal de la educación: estudia para que tú puedas ganar la vida, para que vivas mejor que tus ancestros. Una propuesta individualista. Sin embargo, una mejor educación basada en las ciencias que escudriñan el problema puede ser parte de la salvación del país.
Una muestra breve y sencilla la escribe un científico–periodista, español, Pere Estupinyá, en su libro “A vivir la ciencia. Las pasiones que despierta el conocimiento” (Ver: A vivir la ciencia, Penguin Random House Grupo Editorial, colección Debate, 2021 México).
El texto da cuenta de varios trabajos de la investigación en neuroeducación. Van unos ejemplos. “¿Por qué recordamos más un restaurante que otro? Porque lleva asociada una emoción. (…) Si nos encantó un plato o si ocurrió durante la comida algo emocionante… el cerebro grabará con más intensidad neuronal ese recuerdo” (pág. 172). Igual en la educación: Nos interesará mucho más aquel aprendizaje de “algo” si ha estado rodeado de emociones.
Los expertos, en especial quienes se han propuesto construir la “neuroeducación”, han logrado demostrar cómo las emociones son muy importantes para aprender. “Solo se puede aprender lo que se ama”, es una sentencia del investigador Francisco Mora que recoge y fundamenta en el libro de Estupinyá.
Algunas pistas sugeridas por la neuroeducación para suscitar emociones y aprendizaje toman en cuenta que “el cerebro del niño tiene más neuronas espejo que el adulto: si el profesor habla apasionado contagiará esa pasión”. Se trata de que “… el cerebro es ávido de historias, si encierras la propuesta de aprendizaje en un relato, cobrará sentido el porqué se propone. (…) el cerebro aprende de manera integral, no en disciplinas separadas, por eso la educación por proyectos ha demostrado ser más eficiente que la convencional” (pág. 173). Múltiples evidencias de los trabajos en neuroeducación nos hablan de modificaciones ya probadas en la mejora de los aprendizajes al recurrir a formas capaces de provocar entusiasmo de los estudiantes por aprender y aplicar lo aprendido.
Sin embargo, hoy no se utilizan procesos y prácticas de probada eficacia, diferentes a la comunicación verbal y frontal usada cientos de años. El cambio de modelo educativo no está en el qué se enseña sino en el cómo. Así, la educación no mejora, y si no mejora tampoco “salvara al país”.