Nadie puede negar que las pensiones constituyen uno de los puntos más sensibles en la vida del ciudadano. Tampoco es posible ocultar que en nuestro país el pago de aquellas suele ser muy bajo, incluso muchas veces difícilmente a considerarlo a nivel subsistencia. Esto, en general, implica una cuestión de justicia social, aunque el origen del problema es multifactorial, data en nuestro caso de no menos de 70 años y, de vez en vez, han venido reformas que tratan de paliarlo entre la población de adultos mayores, máxime que poco a poco se ha ido perdiendo el sentido del apoyo familiar. Sin embargo, por difícil que parezca, las pensiones y jubilaciones han terminado por constituir un riesgo en extremo grave para la mayoría de los países del mundo, ya que involucran una cuestión de sostenibilidad y viabilidad que se ve amenazada al punto que los cambios frecuentemente parecen correr a la inversa: más edad, más años de trabajo y una retribución económica que hoy debe complementarse con las aportaciones de los mismos trabajadores.
A nivel mundial las pensiones se otorgan cada vez con más restricciones y condiciones. Hasta las naciones más desarrolladas tienen problemas y vislumbran un panorama casi catastrófico para su economía en general, ya que absorben cada vez más los presupuestos públicos y en fechas ya casi determinadas amagan con llegar hasta el colapso. México no está exento de ese desafío. De aplicarse la reforma pretendida por el actual gobierno de la república, en cuestión de unos años, digamos al finalizar el siguiente sexenio, el gasto en pensiones, vengan de donde vengan los fondos, subirá su gasto muy cerca del 8 por ciento del Producto Interno Bruto del país. Esto nos podría en una situación muy precaria y, al menos en este renglón, apenas debajo de países como Brasil y Uruguay, que de hecho ya gastan en ello hasta el 12 por ciento de su PIB.
La raíz de todo, además de un sistema inapropiado o fallido históricamente, está en el envejecimiento de la población y, por otro lado, un tanto en la mayor expectativa de vida de muchos pensionados. La carga resultante es ya insostenible en países de gran poderío económico. Por ejemplo, en Alemania, solo es posible jubilarse después de los 67 años y la base de sus cotizaciones equivale a ¡45 años de trabajo!, además de que el trabajador recibe alrededor de la mitad de su salario. Así, la situación en México no es tan extrema pues las reformas aún vigentes marcan 750 semanas de cotización (unos 25 años de laborar), la edad puede fluctuar de los 60 a los 65 años con variante en la proporción, aunque, efectivamente, el punto difícil es el monto que se recibe. Claro, una de las cuestiones más molestas al ciudadano es el caso de las llamadas “pensiones doradas”, que llega a los 100 mil pesos mensuales e incluso mucho más y de la que se benefician principalmente burócratas de élite y algunos de los altos mandos de las fuerzas armadas, por ejemplo.
El tema, como se observa, es en extremo delicado y preocupante, y lo peor sería darle una salida política en vez de criterios de factibilidad económica. Además, cualquiera ve que la intención de elevar las pensiones según el último salario hasta casi 17 mil pesos, que no por casualidad es la pensión mínima convertida a dólares en la Unión Americana, es meramente oportunista. Esto no fue lanzado en tiempos de sosiego sino en plena época electoral, lo cual desdice la intención de hacerlo con un fin realista y no de clientelismo como parece. El presidente, por ejemplo, está más que urgido de que dicha reforma pase antes del 1 de mayo venidero, de seguro para hacer el consecuente anuncio espectacular para impactar al votante. Para ello, ya que es evidente la escasez de recursos de su gobierno, el presidente echa mano de todo tipo de fuentes, casi todas realmente cuestionables. Desde que anunció la iniciativa, se recordará el 5 de febrero pasado, dijo que esta reforma correría “por lo pronto”, con cargo a las finanzas públicas y, también así lo dijo entonces, de “eliminar” los “organismos autonómos” que, de paso, tanto le estorban. ¿Y si no hay dinero? Pues hay que sacarlo de donde sea. Así ofreció fondear el llamado Fondo de Pensiones para el Bienestar, de las “ganancias” (¿cuáles?) del AIFA, del tren Maya, del Transísmico y de lo que se le ocurrió, como dinero y bienes del narco u otros delincuentes en el fondo “para devolver al pueblo lo robado”.
Lo grave estuvo en que para ir poco más a la segura existe un arca abierta a su alcance, la de las Afores, que es definitivamente dinero que, a pesar de estar en cuentas inactivas o lo que se quiera, no es del gobierno sino de los particulares. Es como si se pudiera echar mano de las cuentas bancarias cuando sus fondos reposan y no son utilizados por sus propietarios o beneficiarios. Resolver el problema de las bajas pensiones es una necesidad social, no cabe duda. Pero hacerlo tomando “prestado” fondos que no son del Estado, tiene todo el perfil de un atraco en despoblado. Ahora se culpa a los bancos e instituciones que manejan afores. Pero ¿quién preguntó a los trabajadores si pueden disponer de sus ahorros? No es posible, en verdad, creer que se va a beneficiar a unos trabajadores perjudicando a otros. En poco tiempo, menos que lo que se piensa, el problema será más grave y, quizá, ya irremediable.