Este escrito es una deuda que hace ya tiempo mi memoria me exige saldar. Y es que las Navidades de aquel Monterrey de hace 50 años no se parecen a las que acabamos de vivir. O, por lo menos, no se ven como la que yo observaba desde la ventana de la casa cuando mi edad todavía no requería de dos manos para ser contada.
A la Navidad de aquellos años no le corría prisa. Iniciaba cuando el mes de diciembre estaba bien entrado. La precedía el aire del norte que traía los primeros fríos y al que perfumaba –sí, porque a mi edad aquello me parecía el mejor de los aromas– el humo de las hojas caídas del otoño que se quemaban sin pudor en prácticamente cualquier esquina.
Pero la inauguración formal de las fiestas corría a cargo de los feriantes que se apostaban a la vera del panteón de El Carmen, en una suerte de callejón que allí se arma, delimitado por el muro frontal del camposanto y una especie de torretas unidas por cadenas. Supongo que está previsto para que allí se estacionen sin problemas las carrozas y su cortejo fúnebre. Pero, por aquellos días, para mi ése era el espacio de todas las maravillas. Esa cuadra de puestos unos frente a otros me parecía eterna, porque me perdía en la faz de cada uno de los personajes de barro que se ponían a la venta para armar los nacimientos. El misterio formado por la Virgen María, San José y el Niño. Un sinfín de pastores en todas las posiciones acompañados por sus ovejas. Orillas doradas en las túnicas de ángeles sobre pedestales o con su armella para ser suspendidos; puentes, patos, gallinas y, por supuesto, algunos diablos, eran el menú inmenso entre el que mi mamá nos llevaba a escoger una pieza o dos con las que cada año agrandábamos el Belén que poníamos en casa.
En una coincidencia casi mágica, el regreso a nuestro departamento con las figuritas envueltas en periódico se alineaba con la puesta en marcha, sobre la Loma Larga, de las figuras de nochebuenas y velas con el letrero inmenso de “Felices Fiestas” que se iluminaba parpadeando por la temporada. El olor a paxtle y esa visión eran para mí la definición más pura de felicidad. Un Monterrey que me cabía en la pupila y que me calentaba el corazón.