Ante la muerte, el tiempo va sin prisa, la existencia se transforma en nada y el color se torna lívido.
Los ojos que una vez brillaron se oscurecen más; trato de buscar y de encontrar algo de brillo y de contraste, pero nada de eso existe; imposible encontrar otra tonalidad en sus ojos que no sea oscura. Oscuro es el tono de la muerte.
¿Pero aun queda la esperanza que ese brillo se haya ido a otra parte? La muerte no respira no tiene aliento, la muerte habita sin oxígeno; lo que penetra e invade el espacio de la muerte es sin duda el olor.
Es cierto, el difunto no hace ya ningún esfuerzo por permanecer en esta vida.
El rostro del fallecido no denota sufrimiento; se ve más bien mucha tranquilidad y paz; luego de la fatiga de vivir así, sus últimos días, con sufrimiento, entrando y saliendo día a día a la frontera de los muertos.
Cuando por fin la muerte llega, nos arrolla con su silencio, de hecho, es aburrida; tratar de consolar a un muerto es absurdo e innecesario; el fallecido está más allá de nuestra compasión y sufrimiento.
De alguna manera la muerte llega a resultar mejor que cualquier médico en su afán de aliviar cualquier dolor y sufrimiento.
Que es insípida, sin color, inmóvil, sin respiración, pero muy certera y efectiva.
Tan misteriosa es la muerte que no basta una vida para comprenderla.
La muerte la sentiremos tarde o temprano en carne propia: pero es tan egoísta, tan nuestra, que no permite compartir absolutamente nada de la experiencia de morir.
En contraste, la vida lo es todo y nos permite compartir y dibujar con otros la experiencia de estar vivos.
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