Rusia y Ucrania: guerra de amenazas

  • Columna de Rainer Matos Franco
  • Rainer Matos Franco

Ciudad de México /


No habrá guerra entre Rusia y Ucrania. Al menos no esta vez. Nadie la desea, nadie la promueve en realidad. El conflicto es de palabras, declaraciones, ostentaciones de fuerza. Llevamos casi una década así y es probable que poco cambie en los años venideros. La pregunta es a quién conviene precisamente eso: la amenaza de guerra, por encima de la guerra misma. La respuesta es “a todos”.

Antes que nadie, a las consultoras occidentales (Crisis Group, Atlantic Council), las primeras en sonar alarmas iniciado diciembre. Bastan reportes delirantes basados en las ya conocidas “fuentes confiables”, siempre anónimas, para menear el avispero. Poco importó que la inteligencia ucraniana minimizara los movimientos militares rusos (ya después Kiev se subió al barco, cuando Washington se mostró, como en todo, “very concerned”).

A la prensa (occidental), en segundo lugar. En la era del sensacionalismo sin ponderación los ejemplos sobran. Ni lo más básico escapa al ansia de publicar por cobrar. Desde el 12 de diciembre Justin Klawans en Newsweek decía que “tras la Segunda Guerra Mundial, Ucrania se convirtió en parte de la Unión Soviética”. Ha pasado una semana y la nota sigue ahí, sin editar. Eso por no hablar de quienes tienen una envidiable capacidad para introducirse en la mente de Vladímir Putin.

Hablando en serio: al movilizar efectivos en su lado de la frontera, Rusia logra sentar a Estados Unidos en la mesa de negociación. Y es que si algo ha buscado en estas dos décadas la diplomacia rusa ha sido negociar. Lo último que Rusia quiere es un conflicto abierto en su vecindad. Moscú no suele tomar la iniciativa en los frentes militares. Las intervenciones más sonadas en sus vecinos, Georgia en 2008 y Ucrania en 2014, deben leerse con la geopolítica de fondo: la ampliación de la OTAN. En ambos casos, al vulnerar la integridad territorial de ambos países —condición sine qua non para futura membresía—, Rusia consigue frenar la expansión de la alianza atlántica.

Importa entender ese trasfondo. Cuando el presidente Saakashvili (hoy preso) tomó Tsjinvali en agosto de 2008, desplazando a la fuerza internacional allí presente desde 1991 y pensando que la OTAN lo respaldaría, Rusia respondió ocupando Abjasia y Osetia del Sur. Cuando el efervescente gobierno nacionalista del Maidán estrechó lazos con la OTAN en marzo de 2014, Rusia intervino en Crimea, respaldó un tercer plebiscito secesionista y acordó de facto con Kiev la cesión del territorio. De ese modo Rusia mantuvo la crucial base de Sebastópol, mientras Ucrania se deshacía de un lastre indeseable pero útil para denunciar la agresión rusa. Un mes después, cuando el desenfrenado nacionalismo ucraniano se impuso a la coalición gobernante y envió al ejército a “calmar” protestas de 100 personas en Donetsk, se alimentó lo que se pretendía erradicar: la alternativa separatista, que antes del ataque desde Kiev era mínima. Rusia apoyó a los rebeldes con armamento, efectivos y corredores humanitarios.

Las explicaciones que refieren a la “megalomanía” de Putin son fácilmente refutables, pese a ser las más necias. La irresponsabilidad de la OTAN —si es que aún nos importa el “balance de poder” que se enseña en cualquier curso de Relaciones Internacionales— pasa por prometer a Georgia, Ucrania y otros países membresías que nunca llegan y conseguir justo lo contrario: una anticipación rusa en colusión con actores locales descontentos. Hoy en día ni Georgia ni Ucrania pueden entrar a la Alianza, pues no controlan todo su territorio debido a que Rusia invadió, reconoció o anexó zonas separatistas, pluriétnicas, que genuinamente se identifican más con el trasnacionalismo cultural que ofrece la Federación Rusa que con el nacionalismo recalcitrante de Tiflis o Kiev.

Por su parte, Ucrania no desea negociar, ni respetar los Acuerdos de Minsk, porque también le conviene la amenaza de guerra (no desde luego la guerra en sí, que a todas luces perdería). Ucrania seguirá apelando, y más conforme bajen los números del presidente Zelenski, al discurso del antemurale. Desde el siglo XIV varios Estados en Europa Oriental se han proclamado antemurale (bastión, baluarte) de lo que haga falta —la cristiandad, “Europa”, la “civilización”— para justificar su conducta. La lógica es simple: al erigirse en último representante geográfico de Europa, en la primera línea de fuego contra el Otro maligno (los mongoles, los tártaros, la “asiática” e “incivilizada” Rusia), Ucrania maximiza la amenaza como un peligro no solo para ella, sino para toda la colectividad. Eso justifica el flujo de la asistencia económica y militar hacia Kiev. Ucrania se arroga una indispensabilidad que evidentemente no tiene (es el país más pobre de Europa), pero que embona como ficha de Tetris con el alicaído proyecto europeo —el cual, a su vez, promete una membresía que no llega—.

Al final quienes pagan son los civiles del Donbás, que llevan siete años desplazados, cuando no en guerra. Ellos son las víctimas reales de las balas ucranianas y de la promesa europea, pues la industria local, otrora la más próspera de Ucrania, no sobreviviría a la competencia europea (en la Ucrania occidental, rural y nacionalista, en cambio, se anhela la Unión Europea para recibir los subsidios de la Política Agrícola Común). En vez de gobernarlos, de incorporarlos al proyecto ucraniano reconociendo la pluralidad en el país, el gobierno de Kiev lleva más de un lustro produciendo diferencia, rechazo (político y étnico), deshumanización y expulsión de ciudadanos ucranianos de sus propios hogares en el Donbás, cuya única petición es ya que se acabe el conflicto, gobierne quien gobierne.

Mientras tanto, a Estados Unidos le conviene lo que mejor sabe hacer: vender. No sorprende que las ampliaciones de la OTAN pasen por la reactivación de la industria de guerra estadunidense desde la crisis de 2008 y por la venta de armamento conforme las tropas vuelven desde Afganistán, Irak y demás aventuras. Según la ficha técnica del Departamento de Estado de julio pasado, desde 2014 Washington ha otorgado assistance a Kiev por un monto mayor a 4 mil 600 millones de dólares mientras se acumulan las sanciones a Rusia.

La diferencia ahora es que la administración Biden parece cansada del tema. Aunque condena a Rusia en el discurso, por debajo los “técnicos” consiguen pactar. Resulta contundente la dejación en Washington tras la llamada entre los presidentes ruso y estadunidense la semana pasada, que ya tuvo consecuencias. Zelenski dijo el 11 de diciembre “no descartar” un plebiscito en Donetsk y Lugansk. El mismo día la Casa Blanca detuvo la entrega de 200 millones de dólares más en armamento a Ucrania. Con el invierno llegan a Washington (¡y parece que a Kiev!) aires de sentido común. En nuestra época de calentamientos, sin embargo, ya no es posible saber cuánto durarán las heladas. 

Rainer Matos Franco*

* Internacionalista por El Colegio de México. Autor de Historia mínima de Rusia
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