Es cierto que la historia debería ser la maestra de la vida para que no cometiéramos los mismos errores catastróficos del pasado; sin embargo, parece ser que por una ley inexorable hay países, como el nuestro, que una y otra vez, reinciden en el mismo desacierto.
México en el pasado reciente padeció el populismo de Luis Echeverría y José López Portillo.
A pesar de que sus destructores y prolongados efectos laceraron más a las clases populares, recaímos en el populismo de López Obrador.
Quizá eso se deba a que no tomamos en cuenta que el populismo es un ácido que corroe a la sociedad y a la economía; y castiga a la población con gobiernos centralistas y autoritarios.
La izquierda populista se asume como la personificación de la voluntad del pueblo y con tal bandera justifica sus acciones; polariza a la población enfrentado a los necesitados con los que tienen más: así crea y fomenta el explosivo rencor social.
Los gobernantes populistas necesitan granjearse el favor de las multitudes; para conseguirlo hacen gastos dispendiosos en pensiones, apoyos sociales y obras faraónicas y defectuosas.
Todo sin planeación y sin respaldo económico real.
Culpan al pasado de todos los males y se proclaman enemigos del capitalismo neoliberal.
Por eso, el populismo conduce, necesariamente, al patrimonialismo, esto es, a la forma de gobernar en la que todo el poder se concentra en el líder gobernante; que confunde sus preferencias personales con el interés común y usa el dinero público como si fuera su propio patrimonio: sin transparencia ni rendición de cuentas.
El beneplácito popular y el uso indiscriminado de los recursos públicos, crean regímenes autoritarios y excitan las pretensiones dictatoriales.
Lamentablemente, es un torbellino al que es difícil oponerse porque arrastra muchedumbres y compra voluntades.
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