La soberanía como atributo del Estado tiene dos vertientes: al exterior es la independencia e igualdad entre los Estados; al interior, es la supremacía del Estado sobre cualquier otro poder.
La primera es cuestionable; la segunda es incontrovertible porque sobre ella se erige nuestra organización constitucional.
La soberanía como particularidad del gobernante fue concebida durante la Edad Media.
El poder estaba dividido entre el papado, los emperadores y los señores feudales: los reyes no gobernaban.
A finales de la Edad Media los reyes reivindicaron del papado el poder temporal; les negaron el vasallaje a los emperadores; y de los señores feudales recuperaron la potestad pública.
Así los reyes encarnaron el poder soberano.
Analizando estos acontecimientos, Bodino definió por primera vez al Estado en función de su soberanía: “El Estado es un recto gobierno con potestad soberana (summa potestas).”
De la soberanía, así entendida, nació el absolutismo de los monarcas. La Ilustración, durante la Revolución Francesa, trasladó la soberanía del monarca al pueblo.
Nuestra Constitución, siguiendo a la de los EUA, instituyó que el pueblo es el titular de la soberanía y lo depositó en la Constitución.
De tal manera, para nosotros sólo la Constitución tiene el atributo de ser soberana.
Ahora bien, el Poder Judicial es el defensor, por antonomasia, de la Constitución, y de la constitucionalidad de las leyes y actos de autoridad.
Ejerce la defensa de la Constitución a través de las acciones de controversia constitucional (cuestiones de incompetencia); y la de inconstitucionalidad para anular las leyes inconstitucionales.
Y mediante el amparo evita la aplicación de leyes o la ejecución de actos inconstitucionales en casos concretos.
Así que el Poder Judicial al preservar la vigencia de la Constitución, defiende la soberanía del pueblo.
Por eso lucha la ministra Norma Piña.
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